Cierro los ojos y lo imagino. De marinerito. Con sus borlas en los hombros. Con sus zapatos relucientes y su pectoral incólume, como la de un obispo a estrenar.
Lo veo de ese blanco chillón tan de nuestras abuelas que no lo ha superado ni el “pintas” que viene del espacio con bolitas y aerolitas y con la raya a un lado trazada con regla milimetrada sobre el cuero cabelludo.
Es el pequeño Rus recibiendo al Señor por primera vez, rodeado de sus seres queridos y suspirando por que le regalaran la equipación del Valencia en lugar de un rosario de nácar y una “biblia contada a los niños”.
¿Qué tiene de extraño? Vale que lo normal es que una valenciana quiera ser fallera mayor y no presidir la Junta Central Fallera y, por ende, que un niño quiera marcar goles con la camiseta de la Senyera y no presidir el club, pero a veces hay niños extraordinarios que se ven presidiendo el FMI o el Bundestag, sin ir más lejos, y no jugando al Monopoly.
Es cuestión de no conformarse. Yo misma, de pequeña, siempre pensaba a lo grande. De hecho me recuerdo viendo “Marcelino, pan y vino”. ¿Ustedes creen que yo me conformaba con ser testigo del milagro? ¡Ah, no! Me miraba los pies y veía un estigma. Luego resultó que las sandalias me rozaban pero yo ya me veía en los altares.
Más adelante la cosa cambió. Y mucho. Iba a “Metrópolis” en los años de la movida y escuchaba a Loquillo en su “Cadillac solitario”. ¿Iba yo a conformarme con ser fan histérica en los conciertos? No, señor, yo aspiraba a probar el asiento del Cadillac.
Por eso comprendo a Rus. Un sueño de toda una vida no puede quedarse sin cumplir, salvo que sea lesivo, ilegal o deshonesto. Presidir el Valencia puede llegar a serlo, a juzgar por la historia de estos años pero no depende del sueño ni del cargo sino del sujeto. Si es bueno para el club, apoyemos su presidencia y mi candidatura a burbujita de Freixenet, ya puestos. Muchas gracias.