A casi nadie convenció ayer la declaración de la renta de Rajoy. Yo, ni la miré. ¿Para qué? Nunca me ha parecido un ladrón ni un sinvergüenza. Pero tampoco alguien sin hipotecas, libre para extirpar el mal de su partido. Y ahí radica el problema; no en su declaración.
Es un problema doble; por una parte, la existencia de aprovechados que se arriman a la política para tocar dinero fácil y, por otra, la financiación de partidos que permite una opacidad a la que no terminan de hacer frente los responsables públicos.
Si ayer querían lanzar un mensaje de transparencia, llegan tarde. No es que no sea loable. Cualquier persona pagada con dinero público debiera tener accesible sus ingresos. Hasta los folios deberían ser fiscalizables no solo por la Administración sino también por los ciudadanos particulares, ahora que la tecnología lo permite de forma fácil y gratuita.
Sin embargo, se niegan datos de sueldos, contratos o gastos a cargo del erario público sin razón de peso. Y, acostumbrados como estamos al choriceo vil tras un telón injustificado, todo nos sabe a poco.
Necesitamos transparencia retroactiva y responsabilidad presente. Bien lo sabemos en Valencia en un fin de semana de carnaval donde algunos se refugiaron en la máscara del email para desmantelar la televisión.
Desde allí se habían gastado millones y millones sin control de ningún tipo hasta convertir el Ente en un enfermo famélico y anquilosado pero no encontraron más urgencia que despedir a quienes no eran responsables de ese mal. A los otros, ni tocarlos.
Si no cuela el destape de Rajoy es porque nos quieren convencer de que es suficiente con mostrar un dedo de la mano a quien se le ha ocultado la realidad de las finanzas públicas con un espeso burka durante décadas. Queremos verlo todo. Sin taparrabos. En carne viva. Y que los pésimos gestores asuman su culpa junto a los penalmente responsables. Cualquier otra cosa será una broma.