Cuando vi la entrevista a Lance Armstrong, no me sentí estafada ni molesta. Sencillamente me indigné y no por mí sino por los más pequeños. Los tiempos que vivimos son escasos en modelos de conducta más allá de las estupideces de los participantes en Gran Hermano de nombre imposible.
Frente a chonis, monoreunonales y subespecies de manifiesta imbecilidad cuyo único objetivo en la vida es superar en mediocridad al colega (sea tete o teta), parecía que siempre nos quedaría el deportista. No cualquier deportista sino aquel que ha superado la adversidad, se ha retado y ha competido con su “yo” actual para alcanzar una versión mejorada de sí mismo.
Ese creímos que era Armstrong. Y Oscar Pistorius.
No seré yo quien le acuse de nada pero, de ser ciertas las sospechas, pasaría de héroe olímpico, especialmente valeroso, a antihéroe maltratador, especialmente repugnante.
Como digo, el problema no es su caída. Otros más encumbrados se toparon de bruces con una realidad putrefacta e incluso sobrevivieron a ella. Allá cada cual con su conciencia y sus actos. Lo que me preocupa es que actuaciones como las que hemos conocido pongan en cuestión el valor del deporte como actividad noble, propia de hombres y mujeres con coraje.
Ya sé que no es comparable lo de Armstrong y lo de Pistorius en un punto: la caída del primero está relacionada directamente con una forma perversa de practicar el deporte; la del segundo es ajena al mismo.
Sin embargo con los héroes deportivos debemos ser exigentes por lo que a modelo de conducta se refiere. Estoy pensando en el modelo norteamericano de virtud pública. Los estadounidenses no suelen perdonar que un candidato engañe a su mujer porque eso indica que está dispuesto a mentir y faltar a sus compromisos. Del mismo modo deberíamos esperar de un deportista que sea digno en su trato a los demás. El maltrato no casa bien con los valores del deporte. Ni con los valores a secas.