Si fuera aficionada a las conspiraciones, los fenómenos paranormales, las manos negras y las conjuras cósmicas, pensaría que una semana en la que el Papa deja la tiara y los asteroides nos rompen la crisma es señal inequívoca del fin del mundo. Dicho a lo entrañable, saldría corriendo como Abraracúrcix, el jefe de la aldea gala de Astérix, por miedo a que el cielo se nos cayera encima. Porque ésa y no otra es la sensación que tengo en estos momentos.
Ya digo que nunca he creído en esas pamplinas ni me han interesado los programas de Iker Jiménez y el Jiménez con denominación de origen, Jiménez del Oso. Yo solo creo en la amenaza de que el arroz al horno se quede hecho una pasta, por una conjura entre los garbanzos, la morcilla y la falta de caldo. Lo demás, no me quita el sueño. Ni el hambre.
Sin embargo, llevo una semana un tanto inquieta. Me reí de los mayas; me olvidé de Malaquías y pensé que los dinosaurios se habían extinguido por los cambios climáticos del momento. No digo que me haya convertido a la paranoia pero ahora hago un mohín cuando oigo hablar del Anticristo, el impacto de cuerpos celestes y el retorno de Los Amaya.
Espero que se me pase. De momento sé que todo va bien cuando veo que Whisky sale tranquilo a pasear. Como dicen que los animales notan el peligro antes de que se produzca, no salgo sin él para que me avise. Sospecho que para un perro hipersensible a los ruidos, su Apocalipsis llega con las Fallas, sin dragones de siete cabezas ni mujeres con coronas de doce estrellas. Le basta con una despertà para pensar que San Malaquías no se equivocaba y estamos a punto de ver el final del mundo. Aunque no sepa quién demonios es Malaquías ni falta que le hace.
Por mi parte, estoy convencida de que los mayas acertaron y asistimos al comienzo de una nueva etapa. No por extinción de las especies sino por saltar en pedazos el modelo de ambición y avaricia en el que hemos vivido.