Me gustan los discursos de Rajoy. Como discursos, quiero decir, no como promesas que espero ver cumplidas ni como programa de gobierno ni como palabrita del Niño Jesús. Me gustan porque los encuentro bien trabados, sólidos, con una estructura coherente y con argumentos que avalan su punto de vista. Se podrán compartir o no pero hay que reconocer que resultan retóricamente aceptables. No brillantes, sino aceptables.
Es una lástima, pues, que los hechos difieran tanto de las palabras. Me refiero a que sus ideas son buenas; sus propuestas, necesarias y sus deseos, dignos de elogio, pero peca en la materialización de todo ello.
Por ejemplo, ayer hubo una frase que lo evidencia. No es un gran titular ni resume la esencia de su intervención, sin embargo, dice mucho que cómo contempla el presente y de lo lejos que está la realidad de eso.
Casi al terminar, mientras introducía la referencia a las quejas inevitables en esta situación, dijo: “Estamos pagando un precio muy alto por aprender que no se puede gastar lo que no se tiene, que no se puede vivir siempre de prestado y que hay que contar más despacio el dinero que le pedimos a la gente”.
Ahí no se refería a los particulares aunque suene al “vivir por encima de nuestras posibilidades” del cansino reproche. En realidad, va destinado a sus señorías.
Hablaba de los dirigentes públicos. Y no ya de la corrupción sino de otro tipo de falta moral. Es cierto que el enriquecimiento ilícito es, ante todo, un delito, pero hay otra actitud que sin ser delictiva es éticamente reprobable: el despilfarro, el gasto sin control ni sentido, el tirar de dinero público como si lo regalaran. A eso se refiere “contar más despacio el dinero que le pedimos a la gente”.
Es una idea que debía haber sido eje de una parte importante de su intervención, entonando además el “nostra culpa”. Sin embargo no hubo tal. Solo la mención, el atisbo de esperanza. Y, luego, la nada.