Hay jornadas en el colegio que no olvidas fácilmente por novedosas, extraordinarias o especiales. Recuerdo, como si fuera ayer, un día en el que dimos clase en el monte o la visita a un museo de la Ciencia donde toqué por primera vez un ordenador. Fue amor a primera vista.
Tengo grabada también una ocasión en la que vimos cómo hacían el tapiz de la Virgen, una labor impresionante, digna de artistas con un cariño especial hacia la Marededéu. Y otra, en la que visitamos los talleres falleros.
Todas ellas, pero sobre todo éstas últimas, nos educan el paladar. El paladar artístico, la sensibilidad hacia la tradición y la mirada para ver signos de nuestra identidad en actividades, aparentemente, sencillas y rutinarias.
Por eso me gusta la idea de la alcaldesa Flor de Pascua, Rita Duracell si hacemos caso a su “hay Rita para rato”. Propone nuestra incombustible que las rutas turísticas incluyan la visita a la Ciudad del Artista Fallero y, sin llegar a saturar aquello ni agobiar a sus moradores, parece una oportunidad magnífica de ofrecer una visión más amplia de las Fallas. ¿Por qué no, si está bien organizado?
Alega la alcaldesa que no hay en España algo semejante. Y es cierto. Si se puede visitar la Fábrica de Tapices ¿por qué no el lugar donde nacen los ninots? Cada ciudad debe explorar aquellas iniciativas que la hacen diferente, ahora que el turismo es masivo, estándar y organizado para grupos homogéneos, cuando en realidad hay muchos otros que se salen de lo común.
Si hay personas que quieren ir a destinos de aventura, de historia o de fe, también puede incluirse el amor por las tradiciones y las obras artesanales. Además se trata de una “inversión” no solo en imagen hacia el exterior sino en vocación hacia el interior. Si yo me quedé encandilada con los ordenadores gracias a aquella visita, ¿quién dice que no haya chiquillos que lo hagan con los ninots y se dediquen a ello en el futuro?