Apenas unos muros separan a los cardenales del mundo. Ellos, en la Sixtina. Fuera, en una plaza lluviosa, desapacible y fría, los fieles asisten a su juramento en grandes pantallas. Unos, los más arriesgados, lo hacen de cerca. Otros, precavidos, bajo la columnata de Bernini. No se mueven de allí. Incluso después de pronunciarse el “¡extra omnes!” que aislará a los purpurados hasta que se pongan de acuerdo.
Quieren ver más. Quieren saber. En la era de las retransmisiones al segundo por las redes sociales, el hambre de información renovada deja inquietos a los fieles.
Allí siguen muchos durante un rato. Les hace compañía un hombre con hábito de tela de saco, perturbado o profeta, de rodillas bajo la lluvia. Los flashes le rodean. No sabemos quién es ni por qué lo hace pero parece rezar. No admite preguntas. No habla. Solo reza. Como Benedicto XVI, qué paradoja. Rezar es un modo de gobernar la Iglesia, había dicho el papa emérito.
Su recuerdo llenó por la mañana la Basílica, en invocación del Decano del Colegio Cardenalicio. No solo aplauden a Juan Pablo II, piensa el profano. Cuando Sodano pronuncia su nombre para agradecerle el “luminoso Pontificado que nos ha concedido” los fieles rompen a aplaudir. Y los cardenales se suman, espontáneamente diría aquel.
Después el Decano ofrece el perfil de quien debe gobernar la barca de Pedro. En el anterior cónclave fue el propio Ratzinger quien desempeñó ese papel, interpretado, por la prensa como un programa electoral. En este, no había lugar; Sodano no podía entrar al Cónclave por edad. No podía centrar la atención en él. Pero sí en otro. Es el rol de los “grandes electores”, aquellos que hacen indicaciones, que realzan virtudes, que conectan necesidades de la Iglesia y candidatos capaces de cubrirlas. De ese modo se interpretó la imagen que Sodano reclamó para el Sucesor de Pedro, “Pastor de la Iglesia Universal”. “Se refiere al brasileño”, decían unos. “Está señalando al de Viena”, aventuraban otros, más por proximidad geográfica y buenos deseos que por capacidad analítica.
Durante todo el día el ranking de los papables cambiaba de color. Son estrategias de última hora. Que si la sobreexposición de Dolan, el norteamericano, lo había quemado; que si estaba hecho adrede para proteger a O’Malley; que si la partida se sigue jugando en Italia aunque con alguien de fuera, educado “a la europea”; que si lo importante no es el candidato sino el tándem Papa-Secretario de Estado y ahí estaban los pactos… son las conversaciones que llenan estos días los restaurantes de Borgo Pío donde se reúnen los analistas de todo pelaje, periodistas, seminaristas, clérigos conspiradores y algún que otro secretario episcopal “bien informado”. Son tertulianos sacros que arreglan la Iglesia como los profanos arreglan el mundo en una sobremesa.
Lejos de ellos, los ciudadanos tienen sus favoritos. Algunos incluso hacen campaña, como las camareras libanesas de una cafetería próxima a San Pedro, que aparecieron ayer con una camiseta roja donde se leía el lema “Io sto con il libanese” (Yo estoy con el libanés) o los carteles que pedían “Vota Turkson”, en un intento de “obamizar” la elección papal.
Todo eso, en realidad, no llega a atravesar los gruesos muros de la Sixtina. Allí la preocupación es otra, probablemente no prolongar un cónclave que debe ser ágil. Aunque ayer saliera la fumata negra. No hay motivo de inquietud. Era previsible.
Pero su prolongación más allá de hoy o mañana se interpretaría como indicativo de división. Y eso sí que es un problema.