Escuchar los testimonios de quienes sufrieron las matanzas del dictador Ríos Montt en Guatemala descompone. No sé si terminarán declarando todo aquello “genocidio” contra los indios pero en cualquier caso habrá salido a la luz uno de los episodios más cruentos de la historia reciente.
El problema es que no tenemos memoria ni tiempo para ellos. Hasta en eso tienen las de perder.
Si el caso fuera palestino, saharaui o tibetano, habría grupos solidarios reclamando justicia y alertando a la población mundial de su situación. No me quejo de ello. Cualquier injusticia o maltrato es denunciable. Lo que me duele es que hasta en la reivindicación de la memoria histórica haya ciudadanos de primera y de segunda o causas urgentes frente a las que quedan en espera.
Guatemala es uno de esos casos terribles, demasiado reciente como para atribuirlo a otro siglo y otra mentalidad. Hablamos de los 80. No hace tanto. No está tan lejos. Los guatemaltecos merecen que el foco de atención mundial se ponga sobre ellos durante, al menos, las jornadas de juicio contra el dictador sanguinario.
El mundo debe conocer lo que se hizo. No se trata solo de juzgar y condenar a los responsables sino de hacer saber. Es imprescindible que se sepa cómo actúa el ser humano en esas condiciones, de forma que nos conmueva, nos interpele y nos obligue a exigir correctivos en el futuro.
Lo sucedido en Guatemala, desgraciadamente, no es un caso aislado pero sí olvidado. Durante esos años, llegaban pocas noticias a una Europa potente y pagada de sí misma. A veces eran los misioneros y religiosos quienes levantaban la voz, quienes clamaban por las comunidades masacradas y pedían paz. Nada de teologías de liberación equivocadas. Era pura desesperación. Pero daban ganas de coger el fusil. No lo hicieron. Estuvieron con las víctimas y rezaron por la paz. Hoy Guatemala se enfrenta al horror y merece paz, justicia y perdón. El que pueda.