Llevo varios días queriendo escribir sobre los escraches pero he aguantado hasta hoy. Lo he hecho para ver cómo discurría el debate público y, en efecto, se ha cumplido el pronóstico. Se ha anclado en lo políticamente correcto. En la construcción de un discurso maniqueo que ignora los datos que no interesan. Que la realidad no te estropee un buen escrache, my friend.
No seré yo quien niegue legitimidad a los ciudadanos para manifestarnos y mostrar nuestra disconformidad o malestar hacia quienes creemos que lo han causado o bien pueden minimizarlo y no lo hacen. Yo misma lo he hecho en manifestaciones del 15M, contra el maltrato animal o contra la guerra o el terrorismo. Si tuviera ocasión, me plantaría en la casa de Josu Ternera, De Juana Chaos y hasta Bolinaga, para hacerles saber mi repugnancia por lo que son y por lo que hicieron. Del mismo modo, me plantaría en la entrada de una cumbre del FMI o del Banco Mundial que se celebrara en Valencia para hacerles saber que los considero responsables del dolor de mucha gente inocente.
Ahora bien, hay dos aspectos que deben matizarse en relación al “buenismo” intrínseco de los escraches: quiénes son los “blancos” de las protestas y qué métodos se usan en ellas.
Entiendo que alguien quiera plantarse delante de la sede del PP para quejarse de los recortes que ha aprobado el gobierno o por permitir un Gürtel. Es lógico y pertinente. Como lo es, por cierto, hacerlo delante de la sede del PSOE por no tomar medidas en su momento o por los ERE andaluces.
Por eso la fijación que veo hacia políticos “populares” dice más de quien escoge siempre -y solo- a esos personajes que de quien resulta acosado. Acosado. Sí, no se me ha ido la tecla. Algunos sufren acoso por los métodos usados.
Yo defiendo la presencia silenciosa, como se hizo durante años en el País Vasco contra los gritos de la bestia. Una presencia inquietante en la puerta de casa es suficientemente molesta sin ser acosadora ni violenta. Es como un “cobrador del frac” cívico, cuya sola presencia ya pone en evidencia sin pegar una paliza al deudor.