El otro día envidié a la infanta Elena. A pesar de todo. Y no era por su título ni por sus privilegios ni por su vida regalada sino por algo mucho más valioso: por poder mirar tan de cerca a la Marededéu como hizo ella el viernes. Lo cierto es que no sé si me merecería la pena: seguro que se me llenarían los ojos de lágrimas y acabaría por no ver nada. Ya me pasa cada vez que voy al Besamanos y salgo enrabietada por “perder” la ocasión de mirarla a los ojos con serenidad. En realidad, lo que me pide el cuerpo es dejarme abrazar por ella pero no creo que me dejen. Y hacen bien.
Supongo que algo así nos ocurre a muchos valencianos y mi caso ni es el primero ni es nada excepcional. Estoy también entre quienes la prefieren en un entorno totalmente opuesto al que hoy se vivirá en la plaza. Frente a esa devoción desbordada, a las masas, a los arranques de afecto en vivas al aire y a las ganas de tocarla hasta ponerla en riesgo, yo soy más del silencio en su Basílica, en penumbra, con apenas cuatro o cinco fieles, dándome la impresión de estar ella y yo; ella, todo oídos, como hacen las madres, yo, todo lágrimas en su regazo, como hacemos los hijos. Por eso admiré la entereza de la infanta. Yo no le aguanto nunca la mirada tan dulce a la Geperudeta sin llorar. Nunca.
Cuando voy, en un rato de esos tontos, imprevistos y casuales en los que paso por allí y entro a saludarla –no puedo pasar sin entrar- hago lo mismo que imagino hizo la infanta en ese trance: acordarme de los míos. Tanto, que no me acuerdo de mí. Siempre recuerdo a mi padre que, ya enfermo, le pedía a ella por su recuperación, también con lágrimas en los ojos, repitiendo el “mare dels bons valencians”. Él lo era, por eso confiaba en que lo escuchara.
Pero, sobre todo, le encomiendo a mi madre y le prometo: “un día de estos te la traigo”, antes de que me regañe por no hacerlo. En sus manos la dejo siempre que me voy de viaje. En realidad, la dejo siempre en sus manos. Por eso siento no poder estar tan cerca como la infanta, para despedirme como me despido de mi madre: con un beso y un “¡ma que eres bonica!”.