Con historias más simples, ha hecho Hollywood películas de éxito. Lo del Manning, el soldado que filtró los documentos de Wikileaks, sería un novelón si no tuviera detrás un drama personal. Las últimas horas en relación a su proceso han sido intensas. Primero resultó condenado a 35 años de cárcel y, después, anunció a una televisión que quiere someterse a un cambio de sexo. “Llamadme Chelsea”, dijo. Y, con esas palabras, quiso iniciar su propio camino hacia la libertad. Aunque parezca paradójico, Chelsea Manning quizás pueda empezar a sentirse libre a partir de ahora. Es verdad que está entre rejas pero eso no será nada en comparación. Por lo que hemos sabido durante el juicio y, ahora, con su decisión de hormonarse y ser una mujer, la peor de las prisiones no va a ser para ella la que le tenga encerrada durante años sino la que la ha tenido prisionera de sí misma desde que tomó conciencia de ello.

Su historia, así, ya no es la del traidor sino la de la atormentada que vive un calvario y que, tras años de sufrimiento, revienta convirtiéndose en la peor pesadilla de los Estados Unidos. La pregunta, pues, no es si hizo bien o mal. Hizo mal como soldado; lo que resulta inexplicable es que el Ejército permita entrar a alguien que simplemente huye de sí mismo. Y que, sabiéndolo sin ninguna duda a partir de informes internos por algunos episodios de ira, y por la carta del propio soldado, no le inviten a revisar su compromiso con el país. Sorprende también que nadie de su entorno, alguien que la quiera bien, le dijera que “su problema”, como ella lo llamó en su carta a sus mandos, no se soluciona con disciplina militar. Lo que Chelsea necesita es ayuda para superar sus enemigos interiores. Sabiéndolo, yo nunca lo hubiera mandado a luchar con otros. Bastante batalla libraba ya.