Desde hace años sufro el “síndrome del 15 de agosto”. No está tipificado pero, como yo lo vivo intensamente, lo he categorizado y lo he bautizado. Se trata del miedo a quedarme sin algún producto básico en día de fiesta. El nombre que le he dado es ése porque no hay fecha más inquietante que el “ferragosto”. En cualquier otro momento del año podemos encontrar una tienda, un ultramarinos o un bar abierto pero en el puente de agosto prácticamente se colapsa el país y notas el abismo.
Es tal el terror que de poco me sirve saber que hay tiendas 24 horas o que no pasa nada por sufrir cierta restricción durante una jornada. Yo hago acopio como si tuviera que encerrarme en un búnker durante un mes. No lo hago de cualquier cosa sino de productos imprescindibles como agua, leche, pan, aceite o papel higiénico. Por eso, en estos días me dedico a preguntar compulsivamente en el mercado lo de “¿mañana abrís?” y lo que me encuentro resulta curioso. No es un “sí” sino un “ay, claro”. Ni se plantean cerrar. Cualquier momento es bueno para una venta y tal como están las cosas toda venta hace caja. Aunque sea de una cabeza de ajos. Y yo asisto a esa confesión con el corazón “partío”: mi yo consumidor se alegra, pero mi yo humano, que conoce a los vendedores de todos los días, lo lamenta. Qué malo es no poder tomarse ni un respiro en Navidad.
El efecto no se produce solo antes de las fiestas sino durante todo el periodo. Lo decía el otro día una señora muy sensata: estamos asistiendo a la desaparición del día segundo de Navidad. Antes era una jornada propicia para equilibrar las comidas familiares. Nochebuena con tus padres, Navidad con los míos y el segundo día de Navidad, con tu hermana. Ahora nos encontramos con que todo el mundo trabaja, las tiendas abren y nadie diría que es otro día de celebración. De hecho, apenas lo es. Cada vez el consumo –acentuado ahora por la crisis- cerca y ahoga más la fiesta. Este año solo resisten las vísperas y el día grande. Quizás el próximo lo veamos menguar aún más.