Uno de los crímenes más abyectos es el que tiene lugar sobre los niños. Lo pienso cada vez que veo una foto de Siria donde el protagonista es un crío, herido en bombardeos que nada tienen que ver con su vida pero se la cercenan o desconcertado ante una violencia brutal que lo dejará marcado para siempre. En nuestro contexto no es una guerra lo que viven los pequeños pero hay amenazas tan reales y sangrientas como ésa. Lo digo por los abusos, la conducta más difícil de perdonar en un adulto. Al menos, yo no soy capaz de disculpar ni comprender. Puedo aceptar como explicación del fenómeno que una persona con ese problema se siente incapaz de frenar sus impulsos pero nada exime a aquellos que rodean al abusador y, sabiendo cuál es su tendencia, no lo separan radicalmente de cualquier contacto con menores. Es lo que, al parecer, ha sucedido en un colegio de Madrid.
Es un colegio religioso, sin duda. Y eso se une a todos los casos de pederastia que avergüenzan a los católicos por haberlos cometido sacerdotes o religiosos. Con ese motivo, ha sido fácil la vinculación entre sacerdocio o celibato y pederastia. Tan simplificadora y mentirosa como la vinculación entre homosexualidad y pederastia. No es el tipo de vida lo que lleva a una conducta patológica y demencial sino una perturbación personal que debe ser atajada, denunciada, corregida y vigilada. De hecho, el caso más grave ocurrido en España nada tiene que ver con centros religiosos pues se produjo en una escuela de karate. Sin embargo, es muy vistoso, muy vendible y muy políticamente correcto relacionar la vida de un religioso con esas atrocidades. Encuentran en la soltería una explicación morbosa que da por hecho la represión y el trastorno consecuente. No es un problema de curas aunque los que hay en esa situación deban ser apartados del contacto con menores. Es cierto que la Iglesia tiene un problema con ellos que resulta especialmente doloroso pero no la única que lo tiene. En su caso lo peor es la tendencia ancestral a barrer bajo la alfombra, una práctica gravísima que no termina de erradicarse. Tan prioritaria como aquella que esconde.