Cuando a un personaje público se le reduce a un estereotipo es difícil salir de él. A veces la imagen es positiva, como le sucedió a Lady Di en su papel de princesa moderna que rompe con las cadenas de una vieja institución monárquica, pero a veces no, como le sucede al hijo de la Pantoja. Es verdad que su imagen de niño malcriado sin oficio ni beneficio tiene algo que ver con la realidad pero, por mucho que lo intente, nadie lo incluirá entre los grandes talentos de nuestro país ni lo propondrá para el Nobel de Física.
Con los políticos sucede otro tanto. En cuanto se les clasifica, resulta complicado presentarse de otro modo. ¿Con qué se relacionaba a Fernando Morán, ministro de exteriores con Felipe González? Era el tonto de la clase y todos los chistes se hacían sobre él. ¿Qué diríamos de Celia Villalobos, aparte de sus recomendaciones sobre el cocido siendo ministra de Sanidad? Que es la díscola del PP, como el “verso suelto” de Esperanza Aguirre.
Por eso no es de extrañar que al ministro del Interior se le haya encasillado por su religiosidad en una constante de la izquierda cuando gobierna el PP: antes o después se presenta a alguno de sus ministros como el beato que quisiera ir todavía bajo palio, sea Trillo, Michavila o Acebes. En el gobierno de Rajoy, el papel se le ha otorgado a Fernández Díaz aunque hay que reconocer que él también ha contribuido a forjar la “leyenda”.
Ocurrió así con la concesión de medallas a la Virgen y, hace unos días, con su imagen besando un crucifijo. Todas las escenas tienen un contexto que las explica, pero fuera de él solo parece un pío de otra época. El problema está en la separación de su condición pública y sus creencias privadas. La primera debe procurar quedar al margen de cualquier opción. La segunda es absolutamente respetable. No es razonable que un crucifijo presida Les Corts pero es comprensible una misa funeral cuando se despide a un soldado muerto en una misión, si la familia es católica.
Lo que debería primar es el sentido común y el respeto hacia un ministro creyente pero también de éste a la necesaria aconfesionalidad de las instituciones.