El medio de transporte más místico en nuestro contexto suele ser el ferroviario. El tren mantiene una atmósfera de misterio, introspección, ritmo lento y huida hacia un mundo distinto que no es fácil encontrar en el autobús, el avión o el barco. Incluso la literatura nos ha dado grandes historias fraguadas en un tren o en torno a una estación ferroviaria: desde el Orient-Exprés o el Transiveriano hasta los trenes de Calcuta en ‘La Ciudad de la Alegría’.
Si algo tienen en común esas historias que empiezan o se desarrollan en un vagón de tren es que, en él, los protagonistas viven un mundo paralelo, distinto al habitual e incluso mágico. Sin embargo, cuando subimos hoy a cualquiera de los trenes que cogemos, ya sea de cercanías o de alta velocidad, lo más frecuente es que tengamos que convivir con alguien empeñado en romper toda magia y hacernos volver a la realidad. No a la nuestra, sino a la suya a través de las conversaciones telefónicas con su jefe, su subalterno o su pareja. Son esos que hacen partícipes a todos los pasajeros de la inutilidad de su secretaria con la que nos solidarizamos todas las que le oímos decir cosas humillantes que no se atrevería siquiera a susurrar a un colega. O quienes insisten en compartir sus desavenencias conyugales en un tono que invita a coger el auricular y decirle a la novia o esposa: “sí, cariño, es un imbécil, once de cada diez pasajeras estamos de acuerdo”.
Por eso aplaudo la iniciativa de incluir en los trenes de alta velocidad algunos vagones silenciosos donde no se utilice el móvil, la luz sea más tenue y no haya anuncios por megafonía. El objetivo, dice la compañía ferroviaria, es facilitar el descanso a quien quiera dormir, por ejemplo, a primera hora, o bien a quien quiera aprovechar el trayecto para relajarse o trabajar. Supongo que no quieren anunciarlo como toca: una iniciativa pensada para quienes gustamos de la buena educación. El vagón silencioso debería ser la norma, no la excepción, pero para eso hace falta elevar mucho el nivel de “buenas maneras” de los españoles. No es un problema de privacidad de quien habla sino de quien escucha.