Tendrá que andar con mucha prudencia el Parlamento Europeo con sus planes de pensiones, sus sicav, sus salarios, sus prestaciones y sus ventajas de todo tipo. De lo contrario, los ciudadanos podemos terminar viéndolo no solo lejano, inútil y costoso sino, además, opaco y discriminatorio, de modo que terminemos por darle la espalda.
Lo problemático del caso es que no había nada ilegal en la situación de Willy Meyer, que dimitió, ni en la de Joan Calabuig, que ha tomado la decisión de darse de baja. El fondo es legal, la sicav es legal y mantenerlo es legal. ¿Cuál es el problema, entonces? Estamos penalizando preventivamente a nuestros políticos por participar de un sistema que hemos permitido establecer en nuestro entorno y que ahora nos avergüenza.
Las sicav, por su propia naturaleza, parecen realidades alejadas del ciudadano medio. Por eso, las relacionamos inmediatamente con la riqueza y una riqueza pícara, que busca las brechas del sistema para multiplicarse y esquivar las obligaciones hacia el necesitado.
Nadie obliga a los supermercados a dar la comida que van a tirar a los pobres pero si alguno no lo hace es criminalizado en la opinión pública. No hay precepto alguno que imponga a un empresario la donación a los desfavorecidos de determinadas cantidades de dinero, pero criticamos a quien, teniendo mucho, no hace gestos altruistas de forma ostentosa. Ahora, exigimos a los políticos que no acepten la más diminuta sombra sobre ellos, como decía Calabuig al anunciar su renuncia al fondo. Han resultado tan tocados de esta crisis y de la difusión de los casos de corrupción que no les permitimos ni siquiera lo que, siendo legal, nos parece inmoral.
Lo curioso del caso es que si así lo contemplamos, deberíamos cambiarlo o hacer que lo cambien. Si las sicav nos avergüenzan hasta el punto de que un político ha de evitar que se le relacione con ellas, es urgente revisar su existencia y funcionamiento. De lo contrario, estamos asentándonos en la más evidente de las hipocresías. Como si fuera un burdel antiguo, todos sabemos dónde está e incluso nos lucramos con él, pero nadie admite visitarlo.