Gallardón es de los pocos políticos que me enfadan hasta cuando estoy de acuerdo con ellos. Por lo que se refiere al aborto, yo también quisiera, como el ministro de Justicia, que no hubiera ni uno. Ni causas ni casos. Ni contemplar, siquiera, la posibilidad de que una persona tuviera capacidad de decidir la vida o muerte de otra.
Sin embargo, la realidad dista mucho de parecerse a la utopía. Por eso llama tanto la atención el jardín en el que se ha metido Gallardón modificando la ley en ese tema. Si inició el proceso de reforma empujado por determinados sectores de su partido, debió de calcular los efectos de un cambio radical. Pero también de una arrancada de caballo y parada de burro. Los que defendemos la vida en cualquier caso y en cualesquiera circunstancias, desearíamos que se pudiera analizar por separado la despenalización y el acto mismo de procurar la muerte del feto. Personalmente me cuesta horrores condenar a una mujer por no querer ser madre en determinadas condiciones. No me veo capaz de llevarla a la hoguera con la frivolidad con la que algunos parecen hacerlo. Son tan personales las vidas de cada cual y es tan dura la decisión de interrumpir un embarazo que preferiría que no se condenara a quien se siente obligada a hacerlo. Sería lo ideal si esa comprensión hacia la mujer que aborta no implicara permitir la muerte del hijo, si la despenalización no dejara el campo libre para el negocio del aborto o para la multiplicación exponencial de casos.
Frente a eso, el debate sobre la causa A o la causa B me inquieta todavía más. Entiendo y comparto la defensa de Gallardón del ser humano con o sin discapacidad, con o sin malformación, y mucho más el argumento que da: si se despenaliza no es por la discapacidad sino por el daño a la madre. El problema es que este último elemento es también doloroso. Es aceptar que un hijo con esas dificultades produce en la madre una situación tal que es recomendable su eliminación. El debate es complejísimo. Por eso no puede resolverse la ley sin diálogo y escucha de todos los implicados. El camino opuesto, por lo que se ve, al de Gallardón.