Aunque ahora se haya convertido en una suerte de reto o aventura mundana al alcance de todos sin tener que volar a Tombuctú o escalar el Himalaya, el Camino de Santiago no era originalmente una escapada de fin de semana. Ni tampoco, mucho menos, un lugar de encuentros y conspiraciones de los poderosos del mundo. Esos lo recorrían también pero, a menudo, lo hacían para purgar sus pecados y convertirse a una nueva vida y no para perpetuarse en su vida licenciosa. Sin embargo, algo me dice que Merkel y Rajoy no han previsto ese componente penitencial en su programación política de la cumbre en Galicia. Por mucho que ambos anduvieran seis kilómetros de la Ruta Jacobea, un gesto pintoresco entre los líderes del Continente pero muy revelador respecto al impulso que quieren dar a la construcción europea. Europa nació allí, entre los intercambios sociales, culturales y religiosos del Camino, pero eso fue antes de las guerras de religión que dividieron el Continente.

No deja de resultar curioso, por eso, contemplar a una luterana enfrascada en una actividad que se centra en la veneración de un santo y en la convicción de que su intervención milagrosa resuelve las angustias de los fieles devotos. Por mucho menos, la hubieran quemado en otros tiempos acusándola de idolatría herética. Ahora, sin embargo, Santiago es el recuerdo de un tiempo en el que había fines más altos que la guerra y la destrucción del vecino. Si caminar rumbo a Compostela era un ejercicio de ayuda mutua y de consuelo al pobre y desvalido, haría bien Rajoy recordándole a Merkel que Europa se construyó desde la caridad y el socorro al doliente. Hoy, el Continente está lleno de parias arrinconados en las cunetas por una maldita crisis que les excluye. Ellos deberían ser la prioridad de un sincero Jacobeo hispano-alemán.