Si a Carlos Osoro, algunos le llaman “el Francisco español”, al nuevo Arzobispo de Valencia, el cardenal Cañizares, se le conoce como “el pequeño Ratzinger”. Dicen que por su vocación universitaria, por su convicción de que la Iglesia debe estar presente en el debate público y por su esencia en frasco pequeño. No está mal, pues, que Valencia pase de Bergoglio a Ratzinger y que ambos convivan en la España de hoy. Si los originales se encuentran con fraternidad en los jardines vaticanos, ¿por qué no van a compartir éstos un rosario en lo que el AVE hace el trayecto Valencia-Madrid?
La llegada de Cañizares a Valencia supone un revulsivo para el ámbito intelectual, pues es un impulsor de universidades católicas; para el eclesiástico, no en vano viene el que hasta ayer era el máximo responsable del clero, y para el político. No es un desconocido ni un auxiliar venido a más. Es alguien que ha ocupado el Primado de España y conoce a tirios y troyanos lo suficiente como para que nadie le engatuse. Puede ser, por tanto, una etapa muy interesante la que se inicia desde hoy en la Diócesis de Valencia que si, hasta ayer, era importante, ahora es pilar esencial de la nueva iglesia en España. Valencia no parece contar mucho en el ámbito político pero lo va a hacer, aunque ahora nos parezca que no, en el eclesial. Es normal lamentar la salida de un obispo entrañable y bonachón, como se evidenció ayer cuando se confirmó la noticia y los fieles se despidieron de Osoro, pero vienen tiempos enérgicos con Cañizares y un calendario político que nos enfrenta a todos los fantasmas de la España de los dos últimos siglos: el nacionalismo, la cuestión religiosa, el modelo bipartidista, la protesta social y la crisis económica. Tener aquí un liderazgo moral con fuertes convicciones es todo un reto.