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María José Pou

iPou 3.0

A la sauna con alegría

La razón por la que en Valencia tenemos vacaciones escolares en julio y agosto mientras que en Buenos Aires las tienen en enero y febrero no es un capricho del destino. Es una imposición del hemisferio. Del Sur y del Norte, quiero decir. Cuando aquí es verano, allí es invierno y, por tanto, no debe extrañarnos que su fiesta de fin de curso se celebre en vísperas de Nochevieja.

Frente a la “recomendación” que emana del hemisferio terrestre, está la que nace de los hemisferios humanos, o sea, de alguna mente pensante, sin que valga la redundancia. Los programadores del curso escolar tienen aire acondicionado en sus despachos y eso los disculpa de algunas imprecisiones térmicas en el diseño del calendario. No suelen encontrarse con más de diez personas en un espacio cerrado y además no tienen que obligarles a fijar su atención en Descartes o en Churchill. A sus interlocutores les va el sueldo en ello, de modo que por lo general muestran cierto interés, como el alumno pelota de primera fila que pretende sacar matrícula. Así, no es complicado aislarse del mundo, de los 35 grados a la sombra y de lo que significa conseguir que un grupo de chavales se concentre en una materia cuando el calor es asfixiante.

Ocurre lo mismo con el frío y lo dice quien estudió algún curso con guantes de lana porque en la clase solo había una estufa de butano. Ni el frío ni el calor extremos ayudan en las aulas. Por eso en Valencia tradicionalmente las clases universitarias no empezaban hasta después del 12 de octubre. Siempre ha sido una fecha propicia para cambiar los armarios y para ir a clase. Pero eso no lo saben en Europa y se empeñan, con tanta convergencia del Plan Bolonia, en equipararnos a Finlandia. En esto, los países mediterráneos hemos de tener otro ritmo, guste o no. O bien otras instalaciones dotadas de un buen sistema de climatización. No basta con decir que este septiembre es caluroso. En Valencia lo son todos, especialmente, si los colegios no tienen aislamiento ni refrigeración. Si en ese entorno un profesor consigue que atiendan y encima aprendan, no merece solo un sueldo; merece un altar.

Socarronería valenciana de última generación

Sobre el autor

Divide su tiempo entre las columnas para el periódico, las clases y la investigación en la universidad y el estudio de cualquier cosa poco útil pero apasionante. El resto del tiempo lo dedica a la cocina y al voluntariado con protectoras de animales.


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