En los últimos años nos sorprenden algunas reacciones de los adolescentes contra los profesores que llegan incluso a la agresión. Los más perplejos suelen ser los mayores, que toda su vida han llamado de “usted” a sus maestros, y no conciben cómo unos mocosos pueden cuestionarles de tal forma. En el fondo lo que subyace y preocupa es la pérdida de autoridad. Es un proceso similar a la que estos días estamos viendo en algunos soberanistas. Decía uno de ellos tras la madre de todas las firmas de Artur Mas: “¿Y quiénes son ellos (refiriéndose al gobierno) para negarnos la consulta?”. La pregunta me llamó la atención porque la respuesta lógica no puede ser más clara: los únicos que pueden hacerlo, porque lo hacen en nombre de la ley. Sin embargo, la réplica de los soberanistas es que Cataluña está por encima de la ley. Para eso han “fabricado” una ad hoc. Si la ley no me permite convocar referendos, hago yo una ley que me lo permita. Como el crío que, enfurruñado por perder tres de cada cuatro fichas del parchís, se inventa que las fichas salen de “casa” sin necesidad del cinco. Y a seguir jugando. De poco sirve decirle que eso no se puede hacer porque las reglas son iguales para todos y las conocía antes de empezar a jugar. ¿El tablero es mío? ¿Sí? Pues hago lo que quiero. La pregunta de “¿quiénes son ellos?” es la desautorización. El gobierno, Madrid, el Consejo de Estado, el Tribunal Constitucional, la propia Constitución… nada de eso tiene autoridad sobre una difusa “sociedad catalana”. Y digo difusa no porque no exista sino porque me resisto a fusionar a un dirigente y su pueblo. Mas no es Cataluña, como tampoco lo era Pujol.
Esa negación de la autoridad es una constante en nuestro siglo. Sin ir más lejos, los padres se quejan de eso respecto a las nuevas generaciones, o los profesores, de sus estudiantes, como decía al principio. Prueba de que impregna todo es ver cómo la legislación ha tenido que “blindar” a los médicos para protegerles en caso de agresión porque también se les desautoriza. Si en Internet dice que mis síntomas responden a esta enfermedad, quién es el médico para negarlo. Es tan ridículo como eso, pero ocurre a diario. Se ha reducido la autoritas a la potestas. No es que alguien tenga autoridad para decir, es que, solo el poder concede autoridad. Y estamos confundiéndolo todo. La autoridad se le concede a quien la merece y la merece quien sabe: un médico, un catedrático o un maestro de primaria. El problema es que el saber no es garantía para muchos. Si a eso se une la idolatría del “yo”, nadie está por encima de mí ni siquiera a la hora de diagnosticar mi enfermedad o demostrar mi ignorancia. Aunque sepan más que yo. Yo decido de qué me muero. Es el mismo proceso vivido en Cataluña. Nadie, ni siquiera quien tiene la soberanía, puede toser al “yo” catalán. Aunque se equivoque.