Me pregunto qué hace un tipo de mi edad, padre de familia, yendo a Madrid para ver un partido y metido en una pelea que le lleva a la muerte. Reconozco que el fútbol no es una de mis pasiones pero precisamente por eso aún me cuesta más aceptar la existencia de grupos de aficionados que no ven con malos ojos el uso de la violencia como forma de expresar su fidelidad al equipo. Me niego a considerar la violencia como un elemento inseparable de una pasión tan fuerte como el deporte rey. Poco importa que sea un espacio donde se vuelcan las ilusiones y frustraciones de la vida cotidiana. La fe en un grupo o en una causa no implica el uso de métodos violentos para defenderla. Pensemos en cualquier fiesta local. En las Fallas, por ejemplo. La rivalidad se canaliza por el esfuerzo y la defensa de su monumento y de su comisión pero nunca por el daño a otras comisiones. Pensemos en cualquier festero o festera de una localidad donde haya comparsas, play back o filaes de moros y cristianos. No será porque allí no hay pasión y sentimiento. Lo hay a raudales. Sin embargo, las diferencias no llevan al enfrentamiento salvo el que requiere una competición. También ocurre eso en otras manifestaciones culturales ya sea música, cine o literatura. Por lo general, la afición nos eleva, no merma ni un ápice de nuestra humanidad.
Podría argüirse que el fútbol es deporte y es, por tanto, diferente. Sin duda. Pero miles de espectáculos deportivos se desarrollan en nuestro entorno a diario sin que el esfuerzo por vencer al oponente salga de la cancha. ¿Por qué, pues, se crean en torno al fútbol esos grupos ultras que, con la excusa del partido, se dedican a pegar a otros? En cuanto supimos la noticia de la muerte del aficionado coruñés, los clubes de fútbol se desmarcaron del asunto. Sin duda, no es culpa de un club ni de los jugadores o del entrenador. La única responsabilidad es de quien se cita por Whatsapp para pegarse. Ahora bien, los clubes deben marcar sin ninguna fisura la línea roja del aficionado que espera acoger en sus gradas dejando fuera de ellas al violento. A aficionados como los que este fin de semana tiñeron de negro los alrededores del Vicente Calderón ha de quedarles vetada la entrada en los campos de fútbol. Sobre todo, ha de quedarles muy claro que no son bienvenidos en ningún club, aunque llenen el estadio, aunque compren las entradas y aunque sean un negocio goloso para cualquiera. El último mensaje que deben recibir es que esto son cosas que pasan. No es así. Por mucho que el fútbol sea pasión. Son cosas que pasan si se permiten, se jalean o se mira para otro lado dando por hecho que son incontrolables. Sin tan seguidores son del equipo, el peor castigo y la mejor lección es apartarles de la afición. Repudiarles. Cualquier concesión es alimentar a unos cachorros peligrosísimos. Y repugnantes.