El perfeccionismo es una condena para quien lo sufre. El intento por ser mejor incluso cuando ya se ha alcanzado el 10 es una tortura para quien no es capaz de perdonarse el mínimo fallo o simplemente la ausencia de perfección durante las 24 horas del día. Para quien se siente obligado a ser un superhombre o una supermujer sin tener en cuenta que todos fallamos o hacemos alguna vez el ridículo. Es terrible y más cuando se trata de alguien que se debe al público. Parece olvidar que los incondicionales son más indulgentes que él mismo. Es lo que le ha sucedido a Pastora Soler, a pesar de su gran altura como cantante y de su impronta personal ya marcada y acogida por crítica y público. Es lo opuesto a los personajillos que nos encontramos a diario en el mundo político. Pastora Soler es la antítesis del pequeño Nicolás. Ella ya ha demostrado su valía; la de él está por ver. Ella se ha hecho un nombre por su talento y por sus obras; él, por lo que él mismo presume de ser y hacer. Ella se exige tanto que se siente incapaz de seguir por miedo a no dar el cien por cien; él parece haber perdido el sentido del ridículo. Lo único que tienen en común es que ambos distorsionan la realidad. Uno, en su propio beneficio y la otra, como perjuicio para sí misma.
Es curioso ver cómo entre los grandes talentos, sea del mundo artístico, científico, empresarial o intelectual, hay una clase de personas exageradamente humildes, que se consideran al servicio de los demás y quitan importancia a lo que ofrece su propio potencial y su capacidad para sacarle rendimiento. Es gente que no se da importancia aunque sus méritos dignifiquen al ser humano y sus aportaciones engrandezcan la sabiduría de la humanidad. Por el contrario, hay enfrente una serie de personajillos de medio pelo que desarrollan la actitud opuesta. Creen que el mundo les debe rendir pleitesía y gratitud eterna solo por haber nacido aunque entre sus habilidades y conocimientos no pueda encontrarse nada más que un ego llenándolo todo. Esos no padecen nunca miedo escénico porque van perdonando la vida de todo aquel que encuentran. En su caso, el que no está a la altura de su perfección es el resto del mundo.
Por eso me duele ver a una gran voz dejar la escena por miedo a la evaluación continua a la que se somete. Parece descompensada la autocrítica en nuestro planeta. Algunos son incapaces de reconocer errores y otros, en cambio, se exigen a sí mismos una medida que ni los dioses podrían cumplir. Entre estos es difícil encontrar políticos de nuestro entorno. Es una pena. No les deseo miedo escénico pero sí un poco más de pudor para presentarse ante el público/electorado con algo más que palabrería. Nadie exige la perfección pero sí que un profesional, también el de la política, muestre que su disciplina personal le ha llevado a sacar lo mejor de sí mismo.