Decir que vivimos en el reino de lo políticamente correcto no parece una novedad. Hace mucho tiempo que asistimos al crecimiento exponencial de la dictadura demoscópica en la que manda el grupo más numeroso pero no tras una consulta sino tras un sondeo. Puede parecer lo mismo pero no lo es. El voto implica una voluntad manifiesta de decir lo que uno quiere de sus dirigentes, a través de la papeleta; el sondeo excluye a buena parte de la población que queda subsumida en una extrapolación de datos según perfiles.
En la dictadura de lo políticamente correcto, quien pretenda triunfar ha de averiguar qué esperan aquellos de los que depende su éxito para después proponérselo como si fuera idea propia. Es una vieja táctica que muchos han seguido antes de nosotros: empleados con su jefe, esposas con sus esposos o dirigentes con sus representados. Si uno quiere que le voten, no tiene más que sondear cuáles son los anhelos e intereses de los votantes y prometérselos.
En la fase actual, se ha multiplicado este fenómeno con un planteamiento propio de publicitarios: no se busca solo cubrir un deseo sino crearlo. Esa variable se cruza, además, con lo que socialmente se considera bueno y el resultado es que nos hacen “querer” lo que recibe el aplauso masivo y despreciar lo que desprecia la multitud. Si esos elementos se unen a la defenestración de quien ose pensar de un modo distinto, tenemos una dictadura del pensamiento que nos llevar a ocultar nuestros verdaderos intereses y principios. Por ejemplo, hoy resulta incómodo decir en según qué círculos (nunca mejor dicho) que Podemos es una fuerza nacida de la demagogia. Es cierto que también los demás partidos hacen uso de ella pero no se jactan de lo contrario como sí hace el nuevo partido.
Ese impacto de lo políticamente correcto llega a todas las esferas. El papa se reúne con un transexual y el rey, con colectivos gays en el primer día de reinado. Son gestos, suele decirse. Sin duda. Y tienen por eso su valor. Pero también su riesgo. Pocos han hecho tanta política siguiendo los sondeos, pálpitos y hojas de ruta de la dictadura demoscópica como Artur Mas y, sin embargo, ha visto cómo su imagen no alcanza el aprobado entre los catalanes, según indica el propio Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat que lo sitúa en un 4,87. De cualquier forma, confiemos en estar viviendo bajo la ley del péndulo. De ignorar determinadas peticiones y a determinados colectivos, hemos pasado a encumbrarlos. Quizás aún quedan por pasar días en que exageraremos más si cabe lo políticamente correcto y luego iremos tal vez al lado opuesto para terminar quedándonos en un punto medio. Entonces, ojalá, la opinión del ciudadano y la transparencia se habrán convertido en valores esenciales pero sin llegar sacralizarlos y ponerlos por encima, incluso, de la política necesaria.