Con el odio no se juega. Ni como metáfora ni como cita ilustrada. Ni tan siquiera como broma entre amigos. El odio es la caja de Pandora que, una vez abierta, tiene consecuencias nefastas y es imposible de cerrar.
En estos tiempos, se apela demasiado al odio. Y sobre todo se hace con excesiva ligereza. En España, llevamos años jugando a odiarnos y al final acabaremos haciéndolo de verdad. La irresponsabilidad no está en pedir cuentas de una memoria histórica que necesita su reparación sino en el tono empleado para lograrlo. Que era necesario dar una respuesta a quienes preguntaban por sus familiares desaparecidos desde hacía décadas es evidente, pero lo aconsejable era no hacerlo apelando a los familiares del otro. Parece que en este país no sabemos resolver una disputa sin destrozarnos antes y empezar la partida de cero. Lo grandioso de la Transición –eso que Podemos llama “el régimen del 78”- fue superar el odio. Ni siquiera traer la democracia a España o lograr que las Cortes franquistas se hicieran el harakiri. Fue sustituir el odio por bicarbonato. Y lograr, así, que los hijos y nietos de quienes se dispararon en el frente se sentaran juntos reprimiendo las ganas de degollar al otro. Nadie dice que no tuvieran esos sentimientos pero si así era, fueron capaces de superarlo por el bien de la convivencia. Por eso enfada ver la frivolidad con la que algunos hablan de ese “régimen del 78” como si fuera una desgracia totalitaria en un país desangrado durante siglos en combates fratricidas.
Lo mismo puede decirse de una Europa partida en dos o en cuatro o en diez hasta lograr reconciliarse. Las reuniones del Eurogrupo o las decisiones de la UE serán muy torpes e incompletas pero tienen un sustrato imposible de olvidar. Hace apenas medio siglo que Francia y Alemania han dejado de odiarse. Merkel será una dominatrix y Hollande, un bufón, pero representan a dos pueblos que han vivido matándose hasta hace media hora. Es lo que tiene el odio. Es un sentimiento tan fuerte como el amor que permanece, aunque se acabe la convivencia. Del mismo modo, el odio continúa aunque cesen las armas. Y reponerse de siglos o décadas odiando al vecino necesita mucho diván colectivo. Que se lo digan a los serbios y los croatas. Aún están en ello.
Por eso resulta tan inquietante ver a Varufakis citando a Roosevelt en Twitter: “Son unánimes en su odio hacia mí. Y yo doy la bienvenida a su odio”, decía un tuit suyo. No debería jugar con fuego. Ni Europa odia a Grecia ni estamos como para derrochar prudencia en un mundo en crisis. Un continente que ha permanecido en el enfrentamiento durante toda su historia y que ha conseguido vivir en paz por unas décadas, merece algo mejor que un chulo provocando al primo de Zumosol. No es difícil convocar a los jinetes del Apocalipsis. Lo complicado será encerrarlos de nuevo después.