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María José Pou

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Cien símbolos

La tradición concede cien días a los gobernantes que acceden a un nuevo puesto. Es un tiempo prudencial para dejar que tomen contacto con la realidad que desconocían hasta el momento o, al menos, para que se asienten y se formen una idea de las necesidades y las políticas adecuadas para atenderlas. A partir de ahí, se entiende que ya están en disposición de tomar decisiones y asumir, por tanto, las consecuencias y las críticas correspondientes. Así, lo más probable es que en estos primeros meses, apelemos más de una vez a esa convención en forma de “tregua” antes de “disparar” nuestros reproches a alcaldes, concejales, diputados de Les Corts y miembros del Consell. En este último caso, además, porque todavía desconocemos a quiénes tendremos que atribuir la responsabilidad última de errores y aciertos.

Sin embargo, a la vista de las últimas 72 horas, repletas de alborozo, fiestas y plazas llenas, que proporcionan escenas parecidas a las del triunfo del Frente Popular, me propongo respetar esa costumbre pero iniciar también otra cuenta atrás que espero no llegar a culminar. Será la tregua de los “cien símbolos”. Si tuviéramos que resumir esta legislatura, apenas incipiente, nos remitiríamos, probablemente, a pura simbología. Ribó renuncia a la vara de mando y abre las puertas del Ayuntamiento; Ada Colau invita a un imán y a un rabino a su toma de posesión; Manuela Carmena ha pedido que le hablen de tú y por su nombre de pila, y algunos concejales han jurado o prometido por imperativos diversos e incluso se han puesto “a disposición del Estado” (sic) para declarar la independencia de Cataluña. Son gestos. Signos con los que se envía un mensaje a la ciudadanía y con los que se quiere marcar un camino diferente al de quienes les han precedido. Es muy legítimo, y muy común, el uso de todo tipo de gesto hacia las masas. Lo fue la chaqueta de pana, la chupa de cuero después, las bicicletas en campaña electoral o el yogur que se comió Arias Cañete. Por eso no es criticable su utilización como muestra de lo que pretende ser una política nueva. El símbolo concentra todo el sentido de una manera potente, fácil de reconocer y de recordar, simple y eficaz. A veces dice más un gesto que un discurso muy elaborado. Además, la prensa lo potencia, centra su interés en él y lo cuenta con mayor facilidad que el contenido de un “speech” por bueno que sea. Ahora bien, el gesto es la punta del iceberg. Es lo que se ve pero es lo más irrelevante. Lo que interesa, al menos a partir de los cien días, es cómo se materializa en decisiones concretas y poco vistosas ese mensaje de renovación que se ha querido dar con el signo del comienzo. Por eso doy la tregua de los cien símbolos. Habrá muchos estos días. Es el tiempo propicio. Pero en apenas tres meses, empezaré a preocuparme si solo vemos espléndidos juegos florales.

Socarronería valenciana de última generación

Sobre el autor

Divide su tiempo entre las columnas para el periódico, las clases y la investigación en la universidad y el estudio de cualquier cosa poco útil pero apasionante. El resto del tiempo lo dedica a la cocina y al voluntariado con protectoras de animales.


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