A pocos puede sorprender el modelo educativo que pretende imponer el nuevo Consell. Lo que incomoda es la apelación a la libertad. La libertad es un principio indiscutible. Sobre todo en el discurso políticamente correcto. ¿Cómo mostrarse contrario a una medida que nos hace libres? El problema es que la implantación de un modelo educativo y no de otro supone ya una imposición. Toda la política lo es. ¿Acaso no es una imposición que nos asignen un tramo u otro en el IRPF? ¿O que nos hagan pagar las autopistas a pesar de haberlas financiado?
Es cierto que quien implanta el modelo educativo puede consensuarlo con los sectores implicados, o bien decidirlo en solitario e imponerlo sin encomendarse a nadie. También puede apelar a los votos que le dan el poder de hacerlo, pero cuando uno no representa la opción más votada, la argumentación pierde fuerza. En general, toda la educación es un encorsetamiento de la persona en varas elegidas por otros, de ahí la enorme responsabilidad que supone.
Esa realidad no es por sí misma negativa y resulta imprescindible para formarse como persona. El niño no tiene capacidad de saber lo que le conviene, y de hecho, a todos, en algún momento, nos han impuesto algo durante nuestro proceso educativo. A mí me impusieron el valenciano -cuando Valencia capital no es una zona notablemente valencianoparlante- y el latín, algo que, en términos del conseller Marzá, sería tal vez suprimible, puesto que no es una materia de esas que “realmente preparan para la formación superior” tal y como argumenta cuando justifica la relegación de religión a un segundo o tercer plano. No me molesta ninguna de esas imposiciones que tuve que sufrir. Agradezco conocer la lengua de mi tierra y la lengua que la dio a luz. Me hacen crecer como persona y como intelectual. Lo mismo que sucede con el español- la segunda lengua más hablada del mundo- y la religión, aunque haya mentes obtusas o simplemente talibanes que se nieguen a admitirlo.
Libertad es poder elegir y Marzá pone esa posibilidad en manos de los centros, no de los padres que son quienes deberían tener la capacidad de decidir la formación de sus hijos. Ya hemos dado por hecho que la educación nos impone unos cauces por los que caminar que han sido decididos por terceros. Lo malo es que esos no siempre son especialistas, que orienten a las familias en lo que resulta más conveniente para sus hijos sino grupos de presión, sindicatos y profesionales politizados que velan más por sus intereses que por las necesidades reales de los alumnos. Sé que hay muchos profesores y centros que miran más por el discente que por el docente pero las últimas batallas que se han librado en la Comunidad Valenciana nos dicen que también existe lo contrario. Y que la libertad, vista desde su atalaya, es cambiar la carta por el menú. Un menú de plato único.