En apenas un mes estaremos hablando de Excálibur, el perro de la enfermera contagiada de ébola que fue sacrificado sin confirmar si era portador del virus. Ocurrió hace casi un año y la campaña desatada en las redes sociales fue intensísima. Pocas veces ha habido una respuesta tan fuerte en España. También hace ocho meses fueron los tuiteros europeos los que se movilizaron en defensa de la libertad de expresión y de pensamiento. En esa ocasión fue un sonoro “Je suis Charlie Hebdo” contra la barbarie terrorista que segó la vida de sus colaboradores en París. Y en el ámbito global, se popularizaron las fotos de famosos sosteniendo un cartel que reclamaba la liberación de las niñas nigerianas secuestradas por ISIS. En todos los casos, miles de personas se han implicado para defender una causa que creían justa y terrible. Con cualquier tipo de mensajes, tonos e improperios, incluso. Tal era la rabia o el dolor.
Sin embargo, en los últimos días, no he visto más que voces sueltas reclamando sensibilidad hacia el enorme drama de los refugiados que huyen de la violencia en Siria o en Eritrea. Apenas nos han conmovido algunas imágenes, y, con suerte, nos dura algo más de diez minutos la impresión de saber que mueren por miles en el mar o en un camión frigorífico. Incluso ha dejado de indignarnos que unos descerebrados xenófobos quemen refugios para quienes han llegado a la rica Europa solo con lo puesto. No veo campañas ni grandes solidaridades en Twitter. Ni una sola manifestación en Valencia, salvo las que regularmente se convocan ante el CIEs de Zapadores desde hace mucho. En la muerte de Excálibur me indignaba el reproche de una solidaridad hacia el perro que no se manifestaba hacia los humanos. No veo por qué son excluyentes pero desde luego me avergüenza tener que darles la razón. Je suis un réfugié.