Nunca imaginé que vería al ministro García Margallo declarando a España “gran socio” de Irán en la UE y América Latina. Eso hizo hace un par de días y aún no me he repuesto, no tanto porque me cueste imaginar al ministro de Exteriores en la línea de Podemos, como porque le tenía por un patriota liberal, dispuesto a ruborizar a cualquier gobierno por anacronismos inaceptables y creo que me equivocaba. Así lo creí cuando, al poco de tomar posesión de la cartera de Exteriores, dijo aquello de “Gibraltar, español” en una reunión internacional. Si no se mordió la lengua ese día, ¿qué hizo exactamente en su reciente viaje a Irán ajustándole el velo a la ministra Ana Pastor cuando se le caía en la rueda de prensa?
Supongo que, si pudiera, me respondería eso de “no es nada personal; son negocios”. En efecto, la delegación española que desembarcó en el país de los ayatolás fue a abrir mercados y a mejorar las relaciones comerciales de nuestro país con un entorno disputadísimo por otros grandes de Occidente, como hemos visto. Es técnicamente comprensible que no quieran dejarse comer el terreno por Estados Unidos o por Francia, aunque éticamente revuelva la tripas de cualquier demócrata convencido. Después de eso cuesta mucho afear la conducta a Pablo Iglesias por aceptar dinero de un Estado dispuesto a lapidar a los adúlteros o pagar sueldos cinco veces mayores a un hombre que a una mujer. España es socio de ese país. En ese contexto, lo que menos me interesó fue la anécdota del viaje en la que han reparado los medios de comunicación, como fue que a la ministra se le cayera por tres veces el velo en público. Cuando se lo ajustó García Margallo y ella se lo agradeció diciendo que “no seríamos nada sin ayuda”, el público rió moderadamente y yo me pregunté ¿de qué se ríen? Es indignante que una ministra de España tenga que estar pendiente de cubrirse. Como lo fue cuando su tocaya periodista hizo lo propio para poder entrevistar a Ahmadineyad. No me extraña que su pañuelo fuera tan rebelde. Falta de costumbre, puede decirse. Sin embargo, el enfado inicial que sentí dejó paso a la satisfacción cuando recordé que el régimen iraní es noticia cada vez que admite a una mujer en su gobierno o entre sus embajadoras (y solo recuerdo un par de casos). Con velo o sin él; con la cabeza cubierta o descubierta, la ministra Ana Pastor era un misil en la línea de flotación de la discriminación femenina en Irán. Ése es el triunfo de la democracia frente a la teocracia. No obstante el pragmatismo de Rajoy, la presencia de una mujer al más alto nivel en las negociaciones entre Estados es una semilla de esperanza para las mujeres iraníes, a las que se les exige más una contribución al índice de natalidad que una capacitación profesional o una aportación intelectual, como denuncian las activistas perseguidas por el régimen.
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