Lo acaba de proponer Japón, ese país que hemos tenido durante décadas como ejemplo de progreso, de avance y de sacrificado esfuerzo colectivo. Su primer ministro ha pedido a las universidades públicas que supriman las carreras humanísticas, desde Historia a Derecho, Educación o Arte, para centrarse en las técnicas. El argumento es la necesidad que tiene el país de ingenieros y científicos frente a la inutilidad de literatos, filósofos o historiadores. La sugerencia no era tal habida cuenta de que la negativa de algunas autoridades académicas hará reducir el dinero público destinado a las universidades rebeldes, como la de Tokio y la de Kioto que ya han anunciado su oposición a los planes del gobierno.
El enfoque parece sensato a priori. Los recursos públicos deben rentabilizarse al máximo. No es tiempo de perder dinero ni hacer inversiones sin resultados. Sin embargo, cuando se trata de la educación ni la rentabilidad puede medirse ni las inversiones se pierden aun cuando, incluso, así parezca. Hay estudiantes que pierden un año porque se despistan, se relajan y se dedican a vivir la vida durante el inicio de su carrera. Según ese planteamiento tan radical, habría que invitarles a irse y no volver jamás a la universidad. Sin embargo, algunos reaccionan tras un año “sabático” y estudian, se esfuerzan y llegan más lejos de lo que cabría esperar y mucho más que sus compañeros. La razón es la semilla sembrada y germinada en su tiempo y a su modo.
La educación es esa semilla normalmente incontrolable. Pocos profesores pueden afirmar de forma rotunda qué “resultado” dará cada uno de sus alumnos. De lo que sí pueden estar seguros es de que existen los aparentes “milagros” cuando ese estudiante que parecía ausente en clase dejó que la semilla del interés, la curiosidad y el afán de aprender fuesen asentándose en su interior. Es la cara más apasionante de la enseñanza, en ocasiones dura porque no se ve el fruto, pero a menudo grandiosa porque, con el tiempo, el buen docente sabe que ha depositado un germen de crecimiento que florecerá cuando proceda y que ayudará a otro ser humano a ser mejor persona, mejor intelectual y mejor ciudadano. Ese enfoque no tiene nada que ver con la miopía de Japón -y de algunos responsables locales- que solo mide el saber por su utilidad inmediata. Su planteamiento tiene, también, una perversión más: en el fondo se usa a las personas y se les “fabrica” como piezas de un engranaje. Aunque aparente libertad, ese modelo universitario nipón está más cerca del mundo feliz de Huxley que del avanzadísimo Imperio del Sol Naciente. Tampoco nosotros estamos alejados. Los últimos intentos por recortar esas materias en Bachillerato así lo indican. Más grave aún porque no se trata de formar a especialistas sino de enseñar a pensar en chavales que están construyendo sus propios cimientos.