Estoy segura de que el equipo médico del Hospital de Santiago de Compostela que atiende a la niña Andrea procuran una vida y una muerte llenas de dignidad a todos sus pacientes. Por eso resulta tan incómodo leer que “por fin” Andrea “tendrá una muerte digna”. Entiendo que con esa expresión se quiere resumir la última información para quien está al tanto de lo que sucede. El caso de Andrea fue conocido por la opinión pública cuando sus padres alertaron de que los médicos no querían dejar morir a su hija, en la etapa final de una grave enfermedad degenerativa. Enseguida, se alzaron voces que presentaban el hecho como una terrible injusticia y se posicionaban al respecto. En ese discurso, los médicos eran insensibles, crueles y malintencionados. Y ése es el punto más cuestionable de su relato.
Sin duda son situaciones terribles, que ninguno quisiéramos vivir, y en las que juzgar es muy poco recomendable. La razón es que no es un hecho simple que pueda ser abordado desde un maniqueísmo injusto. Es comprensible la posición de los padres y con toda seguridad no es nada fácil llegar a la conclusión de que es el momento de despedirse de la hija para siempre. Sin embargo, también es razonable que los pediatras se resistan a esa última decisión cuando piensan que aún pueden hacer algo por ella o que dejarla morir choca con su promesa de luchar por la vida de todos sus pacientes hasta el final. Que una paciente tan joven muera es un fracaso de la ciencia médica, no de los profesionales que, seguramente han hecho lo indecible por la niña, sino de una disciplina que no es perfecta y a veces no puede conseguir su propósito.
En ese contexto, no me cabe duda de que habrán intentado evitar llegar a este punto y de que la muerte a la que hubiera llegado Andrea por sus propios medios hubiera sido igual de digna. El problema es que las palabras son engañosas. “Muerte digna” es como se conoce al esfuerzo por evitar el encarnizamiento terapéutico. Sin embargo, deja el sabor amargo de que lo contrario es menos digno, cuando no es así. El problema no está en la reivindicación de algunas personas para que se les permita decidir libremente el momento de su muerte sino en el relato que se hace de este caso u de otros similares. Indigno es morir con una crueldad innecesaria, sin duda, pero también que algunos enfermos no puedan acceder a medicamentos o prótesis por falta de recursos o que dejen de recetarse alegando que no tienen beneficios, solo porque son caros. Eso es condenar a una vida o a una muerte indigna a un paciente. Lo malo es que es un gota a gota diario menos espectacular que un caso concreto. El drama de Andrea y de todas las familias en su situación es, sin duda, dolorosísimo pero no solo hay que pedir una muerte sino condiciones de vida dignas para todos los enfermos, sean cuales sean sus circunstancias.