Al paso que va, Artur Mas va a ser rechazado hasta para presidir la FIFA. No es extraño, pues sus socios de gobierno lo consideran ya amortizado y todo lo que venga de él les sabe a poco. Con socios así ¿quién necesita enemigos? Mientras tanto, se agradece que el rey se haga presente con suficiente discreción, sin asustar innecesariamente, pero con su aliento en la nuca de quienes quieren desmembrar España sin que España lo haya pedido.
Es cierto que su papel es ajeno a la disputa política, solo así puede ejercer de Jefe del Estado sin diferencias hacia los ciudadanos, piensen lo que piensen y voten a quien voten. Sin embargo, su rol de árbitro, aunque con mucho tiento, tiene sus momentos. Esta ocasión es uno de ellos. Tal vez, Felipe VI esté a punto de ganarse el trono ante el desafío soberanista catalán como su padre lo hizo ante el intento golpista. No son hechos comparables, por supuesto, pero ambos atacan la esencia de la democracia: la voluntad de los españoles y la soberanía popular. Alegan los independentistas que ellos solo están cumpliendo “un mandato democrático” pero pocas veces se manifiesta con tanta claridad una falacia en el ámbito público. Cuando los catalanes han votado con libertad sobre las opciones políticas que se posicionaban acerca de la independencia, no han elegido mayoritariamente a las fuerzas que la apoyan pero es entonces cuando vemos un doble tirabuzón con voltereta lateral para cambiar “votos” por “grupos parlamentarios”. Los soberanistas ignoran al individuo y lo sustituyen por “el pueblo”, que es algo muy propio de los regímenes totalitarios.
Sin una mayoría clara, resulta difícil decir que eso es lo que quieren los catalanes, no ya lo españoles a quienes no se les ha consultado, salvo en una cosa: sobre el texto constitucional. Y sobre él dijeron que querían una España unida en la diversidad. Por eso, tanto el rey, ayer, como los principales líderes españoles en estos días, sí están cumpliendo un mandato democrático hasta que los ciudadanos votemos un texto reformado de la Constitución. Alega el PP que no es momento. Nunca parece momento para reformarla, pero cuanto más tiempo se deje pasar sin abordar la cuestión, más difícil va a resultar. Es el gran reto que deberían acometer los partidos en la próxima legislatura, pues han demostrado saber unirse cuando los hechos lo requieren. Si son capaces de hacerlo in extremis, no hay razón para que no lo consigan con calma, serenidad y sin prisas electorales. Eso es sentido de Estado, justo lo más valioso del rey y de sus palabras. El único que no tiene un mandato constitucional renovado cada cuatro años es quien defiende una visión de España más profunda y su papel, un servicio a la nación más entregado. Tal vez sea pronto para comparar su figura con la del padre pero todo hace prever que no se bajará el listón.