Cualquier causa requiere un nivel de compromiso suficiente como para que sus defensores superen todo obstáculo con tal de exigir su cumplimiento. Sin embargo, en ocasiones resulta cuestionable que su papel sea tan positivo. Es curioso pero el extremismo de algunos activistas puede que tenga efectos contraproducentes en la consecución de sus pretensiones, aunque les pueda parecer una herejía solo apuntarlo y no haya quien se atreva a hacerlo en su organización. Es cierto que muchas veces no son los defensores de la causa quienes se sitúan en posiciones extremas sino que en cualquier manifestación se infiltran radicales y antisistema cuyo objetivo es provocar el caos, a costa de perjudicar sobre todo a quienes protestan.
En las marchas ambientalistas ocurre algo de eso. La mayoría de quienes se concentran son personas concienciadas sobre los problemas del planeta para sobrevivir a los ataques de una humanidad empeñada en exprimir a la Naturaleza aunque eso le cueste el futuro. Por lo tanto, no parece que se trate de un grupo violento enfrentado sin más al poder. Sin embargo, ayer lo vimos en París, y en la celebración de otras Cumbres del Cambio Climático como en Copenhague. Sin duda, existe una sensibilidad especial entre grupos que reclaman respecto por el medio ambiente hacia unos poderosos que miran hacia otro lado cuando la Volskwagen engaña al mundo entero o que tiran de chequera comprando derechos de emisión para seguir contaminando como si fuera inocuo hacerlo. Pero convertir su protesta en una marcha antisistema no hace sino vincular la defensa del planeta con posiciones radicales y violentas con las que el ciudadano medio no se siente identificado. Pueden convencer a unos, quizás a una generación que necesita causas por las que luchar y enfrentarse al poder, pero así solo consiguen que el relato de lo sucedido hable de las barricadas, los heridos y los contenedores quemados. Su causa se olvida, se obvia y se pierde por el camino.
Con los animalistas sucede eso cada vez que alguien convierte una causa justa en una excusa para el insulto, el desprecio y el conflicto. Se trata de convencer acerca de la necesidad de cuidar o proteger al planeta, a los animales que sufren o a ambos pero no a costa de ofender o minusvalorar a quien aún no se ha concienciado. Es cierto que el conflicto “pone en el mapa” la causa. Hace que se hable de ella, que sea portada y que, quizás, algunos se interesen por ella. Pero no gana crédito ni apoyos. El radicalismo no convence a la mayoría. Los activistas deberían ser conscientes de ello y evaluar lo que tiene su discurso de racionalidad, lo que sobra de emotividad y la estrategia más eficaz para sus fines. No quiere decir renunciar a sus objetivos sino medir muy bien la forma de presentarlos y conseguirlos. Aunque tengan que apartarse ellos para lograrlo.