Uno de los problemas más graves al que se enfrentan miles de familias en la Comunidad Valenciana y en el resto de España es la llamada “pobreza energética”. Con ese concepto se engloban las dificultades que tienen algunos hogares para pagar las facturas de luz, agua o gas hasta el punto de renunciar a ellos para poder cubrir otros gastos. Eso significa que, en un día frío como el vivido en las últimas 24 horas, las mantas sustituyen a las estufas; el agua caliente se reserva para lo imprescindible o se repite conjunto una y otra vez, con tal de no poner en marcha la lavadora. Y cuando no se puede más, sencillamente se deja de pagar con el riesgo de un corte de suministro, imposible de remontar, en el momento más inesperado. Hasta 50.000 familias valencianas se encuentran en esa situación, una realidad que el acuerdo firmado ayer por la Generalitat y las principales empresas del sector intenta paliar. Nada más prioritario que aliviar la pesada carga de los grupos vulnerables de la sociedad. Hasta ahí nada que objetar. Al contrario.
La cuestión surge cuando nos planteamos qué diferencia la asunción del coste por parte de la Generalitat de ciertas cantidades para pagar recibos, con otros tipos de ayudas ofrecidas por entidades sociales, ONG y colectivos que trabajan con desfavorecidos. Hace décadas que Caritas y otras iniciativas similares pagan recibos. En las parroquias saben bien lo que es atender a personas del barrio que ven cómo les cortan la luz y ya no saben a quién acudir. Ellas se encargan. Es la caridad de los feligreses y, en el caso de otras entidades, de los valencianos solidarios, creyentes o ateos. Cuando la Iglesia hace eso suele ser acusada de practicar la caridad. Dicho así no se entiende cómo nos referimos a esa actitud con el término “acusar”. Nada tiene de pecado ni de delito intentar ayudar a quien más lo necesita, sin embargo, a quien lo hace por razones religiosas se le suele reprochar su actitud perniciosa. Son quienes contraponen “caridad” y “solidaridad” como si en los tiempos que corren fueran antitéticas. Los argumentos se refieren a una visión decimonónica de la caridad, como una prerrogativa humillante o una concesión graciable de los ricos hacia los pobres cuya finalidad es mantener un statu quo injusto. Lo que decidió hacer ayer el Consell es atender al más necesitado. Lo mismo que se plantea la Iglesia cuando pregona la caridad en nombre de algo ya enunciado en los 70: la opción preferencial por los pobres. Siendo así, ¿qué impide a este Consell tender puentes hacia una Iglesia que comparte una misma preocupación por los necesitados y que no compite en el mercado electoral con las fuerzas del tripartito? En lugar de eso, suprime de los presupuestos las ayudas directas a Caritas o a Cruz Roja para evitar –dicen- el clientelismo. ¿O será para practicarlo ellos?