Las burbujas no son exclusivas de la economía o de la construcción. Existen también en cualquier ámbito en el que algunas personas se extralimitan en su valoración de los acontecimientos y los magnifican. Sin ir más lejos, tengo la sensación de que ha ocurrido en estas horas respecto a los debates electorales. Estamos formando una burbuja dialéctica. Con motivo del encuentro a cuatro entre Soraya Sáez de Santamaría, Pedro Sanchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias, parece que el Neolítico, el Renacimiento y la Revolución Industrial hayan llegado todos juntos en el advenimiento de la Nueva Era, la de los debates con aspirantes de solvencia demostrada. En un día hemos escuchado más panegíricos de lo sucedido que en cinco siglos de construcción de evolución científica y tecnológica en Occidente. Como si se abriera una página nueva en la Enciclopedia Británica cuando, probablemente, no pase de un párrafo en Wikipedia.
Es cierto que por fin hemos visto en España un debate con más de dos candidatos pero la presencia de partidos a los que nosotros mismos hemos catalogado de emergentes, aspirantes o imprescindibles y luego nos hemos sorprendido al verlo reflejado en el barómetro del CIS, es todavía un paso muy pequeño. Pequeño para el hombre, dirá aquel. En efecto, y también para la humanidad.
El verdadero avance no fue la presencia de unos -con el agravio comparativo de la ausencia de otros- sino la utilización del público como una decoración de pinturas egipcias momificadas y bidimensionales. Es cierto que, como contrapunto, la activa intervención de los periodistas era igualmente novedosa y mucho más enriquecedora, pero aún queda dar un paso más, a imitación de los británicos, que no tienen miedo a permitir las preguntas del público.
En cualquier caso se trató de un gran show, con algo de contenido capaz de activar el debate en la ciudadanía, que es el objetivo real más importante, y no solo de permitir a los candidatos una plataforma eficaz de campaña. Ellos no lo han visto así, a juzgar por las fiestas en las sedes de los partidos, como si de una noche electoral se tratara, pero los votantes no somos tan ilusos como se creen. Recordamos, sin duda, mucho más de lo que nos pueda pedir un demagogo como Pablo Iglesias. Sonreíd, decía quien no se quita el ceño fruncido ni con plancha de vapor. Sonreíd y recordad. Iglesias tuvo su momento “I have a dream”, de Martin Luther King. Quiso que su último minuto fuera su testamento visual con el que ser recordado dentro de siglos. Es de una vanidad tan hinchada que puede llevarle al fracaso. Es posible que en un par de años ni lo recordemos. Y tal vez tengamos que hacer verdaderos esfuerzos para rememorar el debate del otro día. Y hasta puede que se nos haya olvidado sonreír pero, sobre todo, las razones con las que alguien prometió darnos motivos para hacerlo.