Ha sido el año de la intimidad. Los personajes notables de la vida pública –y no solo los famosos- nos han abierto las puertas de su casa y nos han permitido verla. El fenómeno empezó hace años con los desconocidos que se encerraban en un plató preparado para vivir. Fueron los “realities” donde -decían los promotores- podíamos ver la vida en directo. Aquellos eran anónimos que se convertían en personajes tras su paso por “la casa”. Pero nos aburrió y la misma cadena que lo emitía descubrió que la audiencia se moría por ver esa intimidad entre gente conocida; así triunfó el pijama “animal print” de Belén Esteban como icono del chonismo televisivo de última generación.
Una vuelta más de tuerca en ese voyerismo consentido y rentable ha sido, en los últimos meses, la estrategia electoral de los candidatos a ocupar La Moncloa. O a pasear por sus jardines sin pedir permiso, que aún está por ver. Para conquistar el voto se expusieron a la sobreexposición pública de sus intimidades como nunca antes habíamos visto en los políticos salvo la campechanía de Revilla o la impudicia de los alcaldes marbellíes. Hubo una plataforma pública que lo fomentó, aunque no fuera la única. Fue el programa de Bertín Osborne, cuyo protagonismo reciente en la tele de todos, donde lo mismo canta, aunque le vaya la vida, el aliento y el declive vocal en ello, que hace unos mejillones o juega al futbolín empieza a resultar sospechoso. Ese modelo de “teleBertín” ha sustituido las habilidades del profesional por la cercanía del personaje. No importa que se desperdicie la presencia de un personaje a quien entrevistar; se prefiere el fisgoneo de asistir a una conversación entre dos famosos que, como en Gran Hermano, hablan de sus cosas mientras una cámara les graba. A tanto ha llegado ese culto a Osborne que la Nochebuena nos regaló lo más íntimo: el “análisis” del programa entre Bertín y su mujer y, más tarde, a Raphael haciendo de anfitrión que recibe a sus amigos en casa y en lugar de ofrecerles un turrón, los pone a cantar.
En toda esa tendencia, no es extraño que algunos censuraran al rey por presentarse en el Palacio Real cuando lo que tocaba, según el contexto, era cocinar unos callos desde los fogones de la Zarzuela. O visitar a Bertín y contarle cómo conoció a Letizia. En lugar de eso, el rey aprovechó el momento para ejercer. Y escogió el mejor escenario para ello: el Palacio. Un palacio inhabitado, porque el mensaje no era, como el año pasado, la cercanía de una familia casi normal sino la firmeza de un servidor de España que recordaba la Historia común. El rey puede vivir en Roma o en Estoril pero España es la que es y se resume en las paredes de ese palacio, en sus frescos, sus tapices y sus estatuas. Mientras otros muestran su intimidad, el rey la deja a un lado para cumplir con su obligación: velar por España.