Hay algo peor que el bipartidismo del que tanto han renegado los precursores de la “nueva política” y que no tienen en cuenta en sus críticas. Me refiero a la tendencia de todos los partidos –incluidos los novísimos- a olvidar al ciudadano una vez emitido el voto. Lo estamos comprobando en estos días y, posiblemente, lo veremos con más claridad en los próximos meses.
A todos los líderes se les llena la boca hablando de “la voz de la calle”, “la gente entra en el Parlamento” o “quienes deciden son los ciudadanos”. Si de verdad se creyeran la soberanía popular tendrían que someter a disciplina su propia renuencia a pactar. El caso más claro es el del PP. Es comprensible que quienes se han pasado la legislatura y, sobre todo, la campaña electoral stricto sensu, renegando de Rajoy y de la derecha, encuentren ahora cierta dificultad para sentarse a negociar, pero el grupo más votado ha sido ése, es decir, hay más gente partidaria del PP que de cualquier otro grupo, como sucede en Valencia. Cada vez que reniegan del PP lo están haciendo de los ciudadanos que lo quieren en el gobierno. Es la realidad, aunque cueste asimilarla cuando se trata del partido al que más tirria le tenemos. Detrás de cada sigla, hay miles e incluso millones de españoles, por eso resultan tan preocupantes los cordones sanitarios que se quieren imponer. Entiendo que a un entusiasta de Iglesias le produzca acidez mirar al PP y a los populares, cuando observan a los Podemos recién llegados. Con o sin rastas. Pero, a estas alturas, deberían autoexigirse respeto hacia los votantes del resto de partidos.
Desde ese marco, el acuerdo resulta más fácil, no porque vayan a renegar de sus planteamientos sino porque sitúan su vista en lo que de verdad importa: el bien común. Llegar a pactos no es renunciar sino buscar puntos de acuerdo por el bien de los españoles sin apearse de las convicciones esenciales. El problema es que el lugar de esas convicciones hace mucho que fue sustituido por cálculos electorales. “Es el poder, estúpido”, diríamos parafraseando el célebre eslogan de la campaña de Clinton. En efecto, la repetición de las elecciones -que la mayoría de españoles no quieren, según los últimos sondeos- no debería ser una opción toda vez que los ciudadanos ya han hablado. El problema lo tienen los líderes, incapaces de repartirse el poder o de gestionarlo llegando a acuerdos sensatos que se correspondan con los deseos de los votantes. Eso significa que no vale cualquier acuerdo donde una minoría se imponga a los grupos mayoritarios o donde estos renuncien a lo que son, como ocurre en Cataluña. En la nueva política, como en la más clásica, también se olvida al ciudadano con tal de tocar poder. Eso no parece resolverlo ni los antisistema, dispuestos a perpetuarlo a su medida o a echarnos en los brazos del caos hasta poder dominarlo.