En la localidad inglesa de Middlesbrough, las puertas de las viviendas ocupadas por refugiados están pintadas de rojo frente al verde de las demás. La razón -dicen algunos medios británicos- es que son casas de la empresa responsable de acoger a quienes piden asilo. Y casi todas están pintadas de rojo. Sin embargo, la diferenciación hace que sean blanco fácil de los xenófobos y recuerda demasiado a la estrella amarilla que los nazis obligaban a los judíos a llevar cosida en la ropa. En el continente, al mismo tiempo, las autoridades alemanas han anunciado que confiscarán los bienes de los refugiados cuando sobrepasen los 750 euros. Justifican la medida, que ya se lleva a cabo en Dinamarca y Suiza, alegando que, de lo contrario, recibir ayudas públicas supondría un agravio respecto a los necesitados locales. Parecería lógico si para ellos el ser de otro país y haber llegado en las circunstancias que lo hacen no fuera un inconveniente para asentarse, encontrar trabajo y poner a disposición de la sociedad su contribución a la riqueza común. El problema es que quienes salen huyendo de su casa se llevan todo lo que pueden, como haríamos cualquiera de nosotros, porque saben que de lo contrario lo perderán y porque puede ayudarles en su largo camino hacia un país en paz. La decisión también recuerda los abusos de la Alemania antisemita que obligaba a salir con lo puesto, a recluirse en un gueto sin llevar apenas nada o sencillamente a terminar en un campo de exterminio donde hasta los dientes de oro eran “confiscados”.
Las dos realidades, aisladas, parecen cuestiones de trámite sin importancia pero refleja los miedos que la Europa rica sigue teniendo a la inmigración y, sobre todo, la escasa respuesta política a la crisis de refugiados que sigue sucediendo en nuestro territorio sin que nos urja ya solucionarlo. Ese tipo de medidas –señalar al diferente y sospechar de su riqueza- no son solo semilla de xenofobia sino que responden a un intento por minimizar el efecto de la entrada de inmigrantes en un país. Es la opinión pública propia la destinataria del mensaje que hay detrás de las decisiones. Una opinión pública muy moldeable, a la que le faltan datos para componer una imagen completa de lo sucedido. En estos días, por ejemplo, apenas hay información de cómo viven el invierno en los campos de refugiados. Lo denunciaba esta semana el concejal Jaramillo en una jornada organizada para quienes se inscribieron en la web del ayuntamiento de Valencia con intención de ayudar a los refugiados que iban a venir. Hasta ahora no ha venido ni uno. O mejor dicho, han venido muchos sin que la sociedad valenciana sea consciente porque no se corresponde con la alarma de este verano. Ya estaban aquí. Y Valencia los acoge. Ni puertas pintadas ni confiscación. Una buena noticia sin demagogias ni medallas políticas.