Ya sé que no lo hará pero estaría bien que el PP, de pronto, dejara su lamento eterno y apoyara al PSOE. Razones para no hacerlo, o para quejarse, tiene. No hay más que ver lo que se quiere vender como ‘nuevos pactos de la Moncloa’ en los que falta la oposición. ¿Que ésta no hubiera querido estar aún proponiéndoselo? También es verdad y ahí radica el problema.
Tanto el PSOE como el PP están instalados en una posición parecida a la de Karpov en el AVE: en tablas. Ninguno mueve pieza y prefiere explotar electoralmente su discurso. Uno, el del llanto por la deriva del gobierno y otro, el de la queja por la ausencia de la oposición. En ese punto, ninguno gana terreno pues los votantes ya conocen sus posturas y no aportan nada especial al panorama general.
Por eso deben cambiar y sorprender. Pocas cosas alternan más el desarrollo de una guerra que el factor sorpresa. Si de pronto, uno de los contendientes decide hacer una maniobra envolvente que atrapa al contrario y le impide moverse, tendrá las de ganar. Ahora bien, para eso, debe avanzar posiciones y arriesgar. El peligro está en acercarse a las líneas enemigas desde donde puede ser masacrado.
En política, y perdonen el símil bélico, ocurre algo similar. En estos momentos los dos ejércitos están mirándose a lo lejos sabiendo que solo cabe esperar a que llegue la noche -la campaña electoral- para lanzarse sobre el otro y que Dios reparta suerte. El que menos muertos deje en el campo de batalla, se alzará con la victoria.
Pero si en ese punto deciden enviar un escuadrón por detrás, dispuesto aparentemente a unirse al contrario pero con órdenes taxativas de seguir apoyando al propio, pueden conseguir objetivos más avanzados.
En una palabra, dejar sin argumentos al otro. Que no pueda decir el PSOE que el PP no apoya. O viceversa. Esta campaña se dirime en el rechazo, no en la oferta. Desarticularlo es clave para ganar.