No supimos de su existencia hasta que fue extirpado. Me refiero al nódulo que albergaba uno de los pulmones del rey. Sin embargo, en ese titular, “El nódulo del rey era benigno”, había algo que no encajaba: ¿qué nódulo?, era la pregunta esencial.
Ayer no conocí la noticia hasta las tres de la tarde, como muchos españoles. Y el primer dato que me llegó fue que “el nódulo del rey no tenía células malignas”. Así pues pensé que me había perdido un capítulo de la serie. Pero no. Lo único que me faltaba era el comunicado de la Casa Real que, ése sí, se había enviado a mitad mañana mientras el Rey era operado en Barcelona. En él se indicaba que la operación estaba en curso y que se daría más información al terminar.
La estrategia informativa no era secretista ni engañosa. Entiendo que lo más razonable no era retransmitir en directo la operación sino tener un poco de prudencia y sentido común y dar a conocer la misma una vez terminada. Aún así se comunicó mientras tenía lugar, pero el impacto en la opinión pública no vino de ella sino de su objetivo: extirpar un tumor del que no habíamos tenido noticia antes.
Y aquí es donde se crea la duda. Por un lado, es sensato no alertar a la ciudadanía dando a conocer que el rey podía padecer un cáncer. Pero, por otro, somos conscientes de que la reiterada fórmula que se usa cada vez que el rey pasa un chequeo en la que todo el mundo que se congratula de la férrea salud real no se ajustaba del todo a la verdad en, al menos, una ocasión.
Bien es cierto que el momento más adecuado para hacer saber lo que tenía el rey era tras un análisis que descartara la malignidad del nódulo. Ahora bien, ¿y si hubiera sido maligno? Ya sé que es proponer una hipótesis que no se ha dado pero los 72 años del Rey nos obligan a pensar en ello. O en algo similar. Y, sobre todo, a hacerlo con una responsabilidad de la que carecen algunas fuerzas políticas.