Si no lo hicieran público nos resultaría sospechoso pero conocerlo tampoco nos aporta nada. Me refiero a los datos sobre el patrimonio de nuestros políticos, una información de la que estamos enterándonos en las últimas semanas y gota a gota.
Saber que Alfonso Rus tiene más de 900.000 euros en bienes o que Mayrén Beneyto declara 1,6 millones de euros no tiene más interés que el morbo de cotillear o de reforzar prejuicios inadecuados. Ya sé que es necesario supervisar esas cuentas y evitar, así, cualquier irregularidad de la gestión pública que se manifieste en un enriquecimiento ilícito, sin embargo cumplida esa función de control solo queda el comentario malévolo.
¿Qué importancia puede tener que un político tenga más o menos en pisos, acciones o letras del tesoro si todo ello lo ha obtenido de forma lícita, sea fruto de su trabajo o de una herencia familiar, y ajeno por completo a la utilización de su cargo para privilegios inadmisibles?
Sin duda es mejor la transparencia innecesaria que la ocultación inocente pero me preocupa la presentación de la riqueza personal como signo de sospecha o como caldo de cultivo para los estereotipos que siempre son perjudiciales. Para algunos, ser rico es ser culpable. ¿De qué? No sé pero parece que tengan que pedir perdón constantemente. Y una cosa es tener ese patrimonio y otra, hacer alarde, usarlo para dañar a otros o simplemente ser insensible a la necesidad ajena.
Aún en ese caso, es la libertad personal de quien tiene esa riqueza la que debe prevalecer incluso en el juicio público y serán sus propios valores los que guíen su acción. Una acción que nadie puede juzgar como si fuera dios. A veces hay quien es pobre de solemnidad y también de espíritu, por eso resulta tan engañosa la evaluación del otro en función de su riqueza.
No es el dinero lo que hace valer menos o más al otro sino su forma de ponerlo al servicio de causas nobles.