La posibilidad de convertir Valencia en la versión europea de Las Vegas me tiene inquieta. No por el dinero que mueve porque yo no soy de casino ni de bingo ni tan siquiera de brisca con garbanzos, sino por otra condición inherente a la capital mundial del juego: las bodas exprés.
En España lo que se consiguió con la reforma de hace unos años fue que el divorcio fuera exprés, esto es, que fuera tan rápido que una mala bronca coincidente con una caída de la red de telefonía móvil pudiera desembocar, aún sin pretenderlo, en un divorcio extrarrápido. Sin embargo, una cosa es acelerar un divorcio en el que ambos estén hasta la coronilla del otro y prefieran no dilatar el martirio y otra, muy distinta, es la prisa en una boda.
Hoy en día es más fácil divorciarse con rapidez que casarse con urgencia. Una boda de las de siempre requiere años de planificación pero no sólo para organizarlo todo sino para encontrar un cuándo que se aproxime a un dónde.
Entre conseguir fecha en la iglesia, en el juzgado, en el ayuntamiento o en un paraje idílico para la ocasión; hacerla coincidir con el fin de semana elegido en el salón de bodas y encontrar, por fin, un hueco en la agenda del infiltrado de la SGAE, la boda exprés prácticamente no existe.
Por eso me preocupa que decir «Valencia» sea decir «Las Vegas» con ese complejo de casinos que quieren montar aquí. Lo siguiente, una vez inaugurado, es que el AVE de Madrid se tome para que la Europa pasional se enamore en París, se reconcilie en Venecia y se case en Valencia.
Y mi desazón es doble cuando pienso en el atrezzo de esas ceremonias. Si en Las Vegas se visten de Elvis, ¿de qué se vestirán en Valencia? ¿De Carmen Lomana-Fallera Mayor? ¿De trajes de Massimo Dutti? ¿De camisas-cuello alto de Ricki Costa? Mi apuesta es sin duda que se casen de Rita Barberá, esto es, de rojo alcaldesa. Qué mejor que el rojo pasión para una boda pensat i fet.