En su día nos pareció que el macabro espectáculo que montó en Alcasser Nieves Herrero no se iba a volver a producir. Todos nos alertamos ante aquella desgraciada emisión y pensamos que jamás se repetiría. Habíamos aprendido, creíamos. Sin embargo, por entonces no sabíamos casi nada de la telebasura ni podíamos imaginarnos una televisión que programara continuamente este tipo de contenidos.
Ahora volvemos a escandalizarnos por la entrevista a la mujer de Santiago del Valle en televisión. Sin embargo en este caso lo llamativo no es solo el morbo de ver a una mujer con discapacidad mental llorando en la tele durante media hora sino las actitudes de algunos de los que participan en ese show.
No me refiero solo al sentido de la posesión («no me la va a quitar nadie, no va a hablar con nadie», decía la periodista) sino a cómo en un contexto así afloran los verdaderos pensamientos, reprimidos por lo políticamente correcto.
Por ejemplo, con la presunción de inocencia. Mientras se cuidan de usar el «presunto» hasta para referirse al cadáver (cuando lo menos presunto que hay es un cadáver; ése lo es; sin presunciones), se permiten decirle a la mujer de Santiago del Valle temerosa de ser odiada por él tras la confesión: «eres tú quien tiene que odiarle, que es un asesino» (sic).
La entrevista era una especie de «En buena ley» sin la otra parte. Podría decirse que también sin juez y sin fiscal pero esos roles los interpretaban los periodistas que intentaban exprimir el testimonio, eso sí, líder de audiencias. No se puede negar su principal virtud, haber sido capaz de arrancar una confesión justo cuando las pruebas físicas no inculpaban a Santiago del Valle.
Pero lo duro es que la audiencia se erija en juez y emita su veredicto. Poco importa que ese juicio se hiciera sin garantías de ningún tipo excepto las palabras de consuelo de la periodista «estás con nosotros». Vaya tranquilidad.