¿Era necesario incluir dos naranjas podridas en el cartel electoral de Jorge Alarte? Es la pregunta que se hacen los agricultores al ver la foto elegida mientras se esfuerzan por presentar la naranja valenciana por todo el mundo como aquella que tiene unas medidas, una textura y una frescura insuperables. Porque las tiene.
No hay más que pasarse, como hace una servidora, por el mercado de buena mañana. Allí no hay naranjas podridas. Yo, al menos, no he visto nunca ni una en el mercado de Russafa. Ni en los demás. Sí he visto, en cambio, en algunos locales extraños que tienen fruta como podrían tener productos de papelería y donde me niego a comprar.
Solo una vez que no tenía fruta en casa y se me hicieron las diez de la noche, entré en un lugar de éstos. ¡Y me fui sin comprar! Tal era la perspectiva de fruta que vi, de dudosa procedencia y peor calidad, minúscula, llena de manchas y golpes. Como si la hubieran recogido del suelo en lugar del árbol.
Y esa diferencia es la que se ve a través del cartel de Alarte. Es cierto que hay fruta en malas condiciones, que algunos la roban y otros la venden, pero la imagen de Valencia no es ésa y no lo es porque durante años tanto las autoridades como el sector se han preocupado por impulsar una agricultura de calidad, exigiendo a los productores unos estándares elevadísimos de cuidado de plagas, de tratamiento fitosanitario o de selección para su exportación.
El mensaje del cartel de Alarte es evidente y legítimo pero la elección de una imagen así es inoportuna e injusta. Inoportuna porque estamos a punto de vérnoslas con Marruecos en desigualdad de condiciones. Injusta porque relaciona la naranja valenciana con la podredumbre y eso queda en el imaginario colectivo.
Es, sin duda, lo que empieza a quedar para muchos fuera de Valencia. Los valencianos son corruptos. Y ese mensaje es justo el que Alarte intenta desmentir sin demasiado acierto.