La crisis va tan deprisa que su propia narración hace sentirse vieja. Sin embargo no han pasado aún ni tres años desde que cayera Lehman Brothers y el mundo se diera cuenta de que algo muy grave estaba pasando en las finanzas globales.
Lo que más llama la atención es cómo hemos ido cambiando el foco de nuestras preocupaciones desde el inicio. En el principio, fue la Bolsa. En efecto, durante la resaca de la caída de Lehman Brothers el mundo entero temblaba con las consecuencias bursátiles, sobre todo, porque los valores caían por minutos. Tanto miedo había que Silvio Berlusconi llegó a sugerir el cierre de las Bolsas para escándalo de las autoridades monetarias y alarma del resto del mundo.
Pasada esa sensación de vértigo, llegó el momento de creer que los bancos quebrarían y se produciría un “corralito” global. Tan incierto parecía su futuro que más de uno sugirió cambiar la cuenta corriente por el colchón más corriente si cabe. Durante meses estuvimos todos en un “ay” y se hubiera producido el desastre, de hecho, de no haber inyectado miles de millones los gobiernos de los respectivos países, el nuestro incluido.
Después empezamos a hablar de rescates, Grecia, Irlanda, un amago en Portugal y España viendo remojadas las barbas del vecino. A punto parece que estuvimos y con el susto fue fácil convencernos de que las medidas de ajuste eran más que inevitables.
Sin embargo hoy nadie habla de la Bolsa ni de los bancos y hace tiempo que nadie menciona el riesgo de un rescate. Ahora, somos los ciudadanos los que nos sentimos hundidos sin que ninguna autoridad internacional nos lo diga: suben las hipotecas, suben los precios, los salarios –si existen- se congelan y el paro sigue aumentando. Al final la Bolsa sobrevive, los bancos permanecen, los Estados continúan y los únicos que salimos perdiendo somos los mismos. Esto no es una crisis global, es el rescate ciudadano del capital.