Hoy se cumple medio siglo del vuelo de Yuri Gagarin alrededor de la tierra y ya por todas partes se suceden recuerdos y homenajes, sobre todo, en Rusia, su tierra natal.
Decir cincuenta años es decir un suspiro, apenas un abrir y cerrar de ojos. Solo hace medio siglo que el hombre se felicitaba por ser capaz de viajar al espacio y ahora lleva décadas yendo y viniendo como quien sale a comprar tabaco a la Estación espacial.
El mérito de aquella hazaña no fue que Gagarin visitara el espacio sino que pudiera contarlo. Solo pensar en el riesgo que corrió produce escalofríos. Y obliga a reconocer que en eso hemos avanzado relativamente poco.
Es cierto que ahora sería impensable lanzar al espacio a una perrita como Laika sabiendo que su muerte ayudaría a enviar más tarde a Gagarin sin problemas. Hoy el mundo sabe que la carrera espacial no puede estar por encima de la vida de las personas.
Sin embargo, seguimos dejando víctimas por el camino en aras de una desenfrenada carrera por la ciencia y la tecnología. No hay más que ver cómo nos congratulamos por la selección genética que impide el nacimiento de niños sin la enfermedad de sus padres. Nada se dice de los que no fueron seleccionados. Ellos, como Laika, como pudo ser Gagarin, ofrecieron su vida en el altar del sacrificio. Todo sea por una sociedad orgullosa de sus logros científicos.
Es cierto que lo son pero a costa de vidas potenciales, las de los embriones descartados. Debemos alegrarnos del avance, sin duda, pero no podemos cerrar los ojos a una realidad que nos empeñamos en no ver.
Cuando ahora miramos hacia los inicios de la carrera espacial, como si miramos a los primeros vuelos de aviones tripulados, nos parece meritorio lo que hicieron esos pioneros arriesgando su vida -y, en ocasiones, perdiéndola- por ayudar a avanzar. La diferencia es que con esos embriones sacrificados no guardaremos ni memoria. Ni siquiera somos conscientes de su utilísima muerte.