El precio que hay que pagar por la fama y el ascenso social incluye el comentario público. Bien lo saben los famosetes de medio pelo que se han hecho a sí mismos con la inestimable colaboración de un programa absurdo de televisión. Salir en él les catapultó al edén de los platós televisivos pero al mismo tiempo les puso en el punto de mira de todos los cotillas y comentaristas de este país.
Sin embargo, no quiero hablar ahora de esos medio pensionistas de la popularidad patria sino de otra especie distinta. La familia. Me refiero a la familia de alguien que, por circunstancias, llega a adquirir popularidad.
En concreto pienso en Pippa Middleton y su hermano díscolo. Los hermanísimos de la consorte de William de Inglaterra.
Ellos vivían felices sus excesos, sus aficiones o sus locuras. ¿Censurables? ¿Por qué? Cada uno es libre de bailar con o sin sujetador e incluso de hacer ‘un calvo’ con unos amigos si su ética y su trasero se lo permiten. ¿Pensaba el bueno de James que llegaría un día en que esas tontunas de juventud (be ‘benevolente’, my friend) se cotizarían a un precio tan alto?
¿Qué culpa tienen ellos de haberse convertido de pronto en cuñados del futuro rey de Inglaterra? ¿Ha de pensar en ellos su hermana cuando se enrolla con deseos de permanencia con el hijo del Príncipe de Gales?
Imagino que la respuesta a esto es ‘no’ pero no deja de ser un fastidio para la familia que de pronto uno de sus miembros atraiga tanto la atención que los allegados se conviertan en centro de interés.
Aquí lo vivimos con la familia de Letizia Ortiz. No entraré en detalles por respeto a la hermana desaparecida pero la presión mediática puede ser terrible. Por eso pienso en James, más que en Pippa. Ésta, si lo hace bien, puede terminar rentabilizando su protagonismo adecuadamente. Él, en cambio, siempre será el bala perdida de la familia. Quizás su cuñado Harry sea peor pero tiene bula. Él, no.