Hace unos meses intenté, sin éxito, que un geriatra tratara a mi madre. En la excusa que me dieron coincidían la sanidad pública y el seguro privado: no es necesario. «Vaya usted al médico de familia», dijeron. Cuando alegué que a los niños no los llevamos al médico de familia sino al pediatra solo acertaron a decir que el pediatra, en realidad, es un médico de familia.
Yo sigo sin convencerme porque creo que ‘salud’ es más que ausencia de enfermedad. Y sobre todo porque he visto a un geriatra tratarla.
He escuchado explicaciones sobre su medicación que nunca me han dado en el Centro de Salud, a pesar de estar incluida en ‘Crónicos’ de la Seguridad Social y de no tener queja respecto a su seguimiento.
He visto cómo me ayudaban a entender los cambios de su comportamiento sin quedarse en que «es cosa de la edad», aunque lo sea. Los familiares necesitamos comprender por qué pregunta seis veces lo mismo o por qué dice «mi madre» cuando quiere decir «mi hija».
Necesitamos adentrarnos en la vejez sin contemplarla como una enfermedad porque no lo es. Por eso, reducir su atención al médico de familia convierte esa etapa, a los ojos del familiar pero sobre todo de la persona, en un problema que debe curarse. Y lo que necesitan ambos es un especialista que enseñe a vivirla.
Además, el hecho de que la sanidad pública valenciana no tenga apenas geriatras significa que solo el dinero asegura esa atención. Como denunciaba hace unos días la Sociedad Española de Geriatría, se está produciendo una injusticia en nuestro país. Un valenciano necesita pagar para obtener un servicio que un madrileño encuentra en la Sanidad pública. ¿Por qué? No encuentro respuesta, en especial, siendo una de las profesiones con futuro y una de las carreras más demandadas.
Debería ir al Defensor del Pueblo por la manifiesta desigualdad entre españoles pero para cuando se resuelva quizás a mi madre ya no le haga falta.