Puede que la clase política deje mucho que desear; que algunos cargos no sepan la diferencia entre ‘servir’ y ‘servirse de’; que sea necesaria, como decía Rita Barberá, una regeneración política y que los ciudadanos tengamos motivos para indignarnos con nuestros representantes, pero al menos conocemos sus caras y sus nombres; sabemos quiénes son y cómo actúan. Podemos espetarles por la calle que nos parecen unos ‘chorizos’, que creemos en la República o que deberían irse a casa.
No puede decirse eso de los ‘Anonymous’. Por mucho que se amparen en un valiente y novedoso activismo reivindicativo y de denuncia, la opacidad en la que se mueven resulta inquietante y poco recomendable. No sé quiénes son los que hackean las webs de la Policía o de la SGAE y conste que reconozco su capacidad para espolear la vida pública entregada a una dinámica de resignación ante el poder. Sin embargo, su secretismo me preocupa.
Es verdad que la oscuridad no es patrimonio exclusivo de ‘Anonymous’. Si nos hacemos la pregunta de «¿quién hay detrás?» no es solo este movimiento o los indignados del 15M quienes presentan un perfil poco definido. Los partidos políticos reconocidos son los primeros a los que debemos aplicar la cuestión y la respuesta no será nada fácil.
Apenas sabemos quién financia a un partido, qué intereses y lobbies lo mueven, a quién obedecen y a quién deben lealtad. Tampoco hay voluntad de destaparlo pues quienes deben cambiar las leyes para hacerlo son los primeros interesados en que no se haga.
Así pues el problema no es solo ‘Anonymous’ pero hay diferencias: los tribunales persiguen la financiación irregular de un partido. Es cierto que no siempre se destapa y que queda la sospecha de que no se hará nunca pero en el caso de estos grupos organizados, presuntamente de forma espontánea, ni eso. Si son utilizados para beneficiar a alguien no lo sabemos. Aunque nos puedan dañar a todos.