Veo a Nadal a un lado y a Rubalcaba al otro y se me cae el alma a los pies. No lo digo porque desconfíe de todo lo que Zapatero dijo de Alfredo cuando lo designó; ya saben aquello de que es un esprínter, «capaz de correr cien metros en poco más de diez segundos». Estoy segura de que es un gran atleta pero me fío más de quien resiste y se sobrepone con paciencia a la adversidad que de quien hace una pirueta, preciosa, pero fugaz y a última hora.
Ya sé que no tendré ocasión de elegir entre Alfredo y Rafa. Si así fuera, España entera votaría al mallorquín con los ojos y las papeletas cerradas. No es esa la dicotomía pero sí la necesidad de plantear el perfil para una renovada clase política.
En política entienden la resistencia como el aguante y el trágala para pasar carros y carretas con tal de seguir pegado a la poltrona. En cambio en el tenis de Nadal resistir no es aferrarse al podium sino ganárselo cada día. Viendo jugar al campeón y escuchándole después parece que se sigue maravillando de ganar y de que se le reconozca el mérito.
En los políticos ocurre lo contrario. Se preguntan por qué no ganan siempre y dan por hecho el reconocimiento público y el apoyo aunque estén imputados, implicados, acusados o defenestrados por los ciudadanos.
Nadal agradece el aplauso como si fuera el primero, aunque lo merezca en modo ‘non-stop’. Pero lo mejor sin duda es la capacidad de vencer al desaliento. Nada le hace venirse abajo. Pelea por cada set y por cada bola como si fuera la única, la primera y la última del partido.
Eso, traducido a la política, no es aferrarse al poder sino apretar los dientes y pelear por mejorar la vida de los ciudadanos, incluso contra la propia estima, paz y hacienda. Nadal será -es ya- una leyenda por eso. No solo por su juventud, su fuerza y su talento deportivo sino por su tesón y su humildad. Los únicos valores que pueden hacernos salir de la crisis.